Por el prof. Jorge Lindon // En el fondo de cada casa argentina, donde el mate se enfría entre cuentas impagas y el silencio pesa más que la radio encendida, hay una sensación que crece y se repite: la angustia se volvió estructura de la vida cotidiana. El orden fiscal impuesto por el gobierno de La Libertad Avanza se ha convertido en una autosierrita sobre la cabeza del pueblo, apretando sin compasión, sin escalas y sin anestesia. La motosierra que prometía cortar privilegios ha terminado desangrando a los de abajo, a esos mismos votantes que creyeron en la épica del león libertario como última esperanza frente al pantano kirchnerista.
Los datos son más contundentes que cualquier eslogan: el 80% del endeudamiento familiar está en morosidad, y más de la mitad de los hogares destinan entre el 40% y el 60% de sus ingresos solo para pagar deudas. Embargos, cuentas bloqueadas, tasas usureras, créditos para sobrevivir. Ya no hay consumo ostentoso que recortar: lo que falta es leche, medicamentos, tarifas mínimas, y dignidad. El Estado no llega, pero el cobrador sí.
El ajuste tiene rostro: y es el del votante de a pie
No hay épica posible en un ajuste que cae sobre los mismos de siempre. El discurso oficial habla de “shock necesario”, pero el pueblo ya no come palabras. No es que la gente quiera volver al kirchnerismo —ni siquiera lo ve viable—, pero la tolerancia hacia el experimento libertario comienza a colapsar. Hay decepción, sí. Pero hay, sobre todo, cansancio. Y ese cansancio no tiene bandera partidaria: es puro instinto de supervivencia.
La clase media-baja que votó a Milei para castigar a la casta siente que la revancha se les volvió en contra. Y aún así, no quieren volver con Cristina. Esa grieta, como decía Facundo Manes, parece una trampa diseñada para que nunca cambie nada de fondo. Una trampa que sostiene una suerte de “pacto de polarización perpetua”, donde la discusión de fondo – cómo se vive, qué se produce, a quién representa el Estado – nunca se da.
¿Y el peronismo? Fragmentado, ausente, sin brújula
Ni Axel Kicillof ni Cristina Fernández de Kirchner logran erigirse como polos de resistencia claros. La frase “no quieren volver con nosotros” dicha por la propia CFK expresa más que una autocrítica: es la admisión del agotamiento simbólico de un ciclo político que ya no enamora. Kicillof, aún con su firmeza técnica, se enfrenta al dilema de si puede plantarse ante el desguace de la nación sin Cristina al lado, pero con ella detrás. Y sin una organización territorial y narrativa renovada, la provincia de Buenos Aires corre riesgo de convertirse en una trinchera asediada sin retaguardia.
Manes acierta cuando advierte que la sociedad ya no quiere ser rehén del Mileísmo ni del Cristinismo. Pero no alcanza con diagnosticar la decadencia del bipartidismo. Hace falta ofrecerle al pueblo una nueva épica, pero una que no pase por la destrucción ni por el saqueo sentimental. Una épica basada en la reconstrucción social, en el contrato colectivo, en el protagonismo ciudadano.
Se está agotando la paciencia
El problema ya no es solo económico: es emocional, moral, colectivo. Los argentinos están tolerando lo intolerable. Hacen malabares con la tarjeta, se endeudan con el vecino, prenden velas para que no falle la salud. Siguen creyendo, como pueden. Pero ya no aguantan mucho más. No es que no entiendan el esfuerzo: es que ven que no todos están haciendo el mismo.
Mientras el Presidente grita en cadenas internacionales y su Vicepresidenta asiste en silencio al Tedeum, en las casas del conurbano, del interior, del norte y del sur, se multiplican las ollas populares, los silencios cargados de bronca y la sensación de estar siendo empujados al abismo sin red.
¿Hacia dónde vamos?
Si esta situación sigue, la crisis dejará de ser económica para convertirse en una crisis de legitimidad democrática. La motosierra fiscal sin amortiguadores sociales solo puede desembocar en mayor pobreza, mayor represión o mayor anomia. Y aunque hoy la oposición parece impotente, la historia enseña que la política no tolera el vacío.
Algo se está gestando desde abajo. No volverá con las caras de siempre. No emergerá desde Twitter ni desde los sets de televisión. Nacerá en las esquinas, en las cooperativas, en las parroquias, en los clubes, en los barrios y hasta en las redes que hoy sostienen lo que el Estado abandonó.