Manual del antiplan: cómo celebrar el hambre y llamarlo “triunfo”

Manual del antiplan: cómo celebrar el hambre y llamarlo “triunfo”

Un presidente que admite, con todas las letras, que no tiene cómo aliviar hoy el bolsillo de la gente debería inaugurar un tiempo de humildad y corrección de rumbo. En cambio, tenemos algo más bizarro: un jefe de Estado que reconoce el vacío y, acto seguido, promete regalarle una victoria política a quien nos puso la bota en el cuello financiero. Sí: sin respuestas para la heladera, pero con moño patriota para obsequiar “triunfos” a Washington.

La escena es tan argentina que duele: salarios que no alcanzan, changas que se apagan, tarjetas al rojo vivo y precios que se ríen del calendario; y, del otro lado, el minimalismo gubernamental elevado a doctrina: “no hay plan para tu casa, pero hay relato geopolítico para tu televisor”. Llamémoslo por su nombre: es la estetización del ajuste.

La ironía mayor es social: una porción del electorado aplaude la bala en el pie como si fuera vacuna. Se celebra el “shock” aunque el único shock que llega es el de la tarjeta en el posnet. Se festeja “la estabilidad” aunque la única estabilidad segura es la del alquiler impago y la góndola que no perdona. ¿Qué libertad es esta que sólo corre hacia abajo por la escalera del salario?

Todo gobierno puede equivocarse; lo imperdonable es naturalizar el error como identidad. El Presidente admite no tener herramientas para tu mes a mes, pero insiste con exportar épica para consumo externo: “ganar” afuera mientras se pierde adentro. Es el viejo truco de la macro vitrina con micro miserias.

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Little girl feeling sad while her parents are arguing in the background.

La política no es un ring de promesas para fondos de inversión: es un tornillo que ajusta (bien) en la vida diaria. El mandato es simple: llenar bolsillos, no titulares. Subir ingresos, no discursos. Bajar incertidumbre, no persianas. Si la caja no alcanza, que el recorte empiece por la grandilocuencia: menos fuegos artificiales, más hornallas encendidas.

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Y acá la parte incómoda pero necesaria: si el Gobierno no corrige, el mecanismo correctivo somos nosotros. Votar no es vitorear al verdugo ni perdonar al inepto: es reencauzar. Las elecciones son el control de calidad de la democracia; si el producto viene fallado, se devuelve. No por bronca, sino por supervivencia.

No nos acostumbremos al saqueo elegante ni al sacrificio infinito con promesas a 18 meses. El “mientras tanto” no puede ser proyecto. La Argentina real —la que madruga, vende, cuida, produce, estudia— necesita un plan de ingresos ya: paritaria por encima de la inflación, alivio tributario a pymes y comercios, crédito a tasa razonable para capital de trabajo, congelamiento inteligente de tarifas esenciales y una regla fiscal que no sea guillotina salarial. Y, sobre todo, un rumbo productivo que cambie carry por carpintería, y repo por repostería abierta los domingos.

Perico lo sabe: cuando la economía funciona es porque la gente compra, vende y duerme sin calculadora en la mesita de luz. El resto es folklore para foráneos.

En síntesis: un presidente sin plan y una parte del pueblo en trance no son destino, son una alarma. Tocó despertar. La racionalidad popular no es enemiga del cambio: es su condición. Cambiar es volver a poner a la mayoría en el centro. Lo demás —entregas simbólicas, rescates ajenos, épicas tercerizadas— es música alta para tapar la heladera vacía. Y a esa canción, acá, ya no la baila nadie.

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