Editorial por Jorge A. Lindon – Crítico, creador y comunicador del Norte Grande
En el ajedrez geopolítico global, cada movimiento cuenta, y lo que parecía un simple reordenamiento diplomático ahora huele a terremoto. México, la potencia latinoamericana con ADN norteamericano, empieza a coquetear en serio con su ingreso a los BRICS —el bloque liderado por China, Rusia, India, Brasil y Sudáfrica—. Este no es solo un gesto simbólico: es un grito estratégico que alerta a Washington, y tiene implicancias directas para Argentina, más de las que el gobierno de Milei se anima a admitir.
En simultáneo, la embajada de Estados Unidos intensifica su ofensiva silenciosa. Peter Lamenas, nuevo operador de la política fiscal norteamericana en Sudamérica, llega con una misión clara: desactivar cualquier intento de autonomía económica en las provincias argentinas, especialmente en el Norte, donde el empobrecimiento forzado por la motosierra central alimenta el malestar y alienta —aunque en voz baja— un nuevo federalismo fiscal y productivo.
No es casual que justo ahora, cuando se multiplican las voces que proponen abrir relaciones directas con China, India o el bloque BRICS, el poder imperial refuerce su vigilancia. Ya no alcanza con controlar la Casa Rosada: hay que disciplinar a los gobernadores, evitar “rebeldías” como las de Salta, Jujuy o Misiones, y reprimir cualquier intento de sustituir al dólar por yuanes, rublos o rupias en los acuerdos regionales.
Y Argentina, ¿dónde queda parada? Como rehén del dólar y cómplice de su propia dependencia. El gobierno de Javier Milei, atrapado en un fundamentalismo liberal que sirve a la ortodoxia financiera de Wall Street, ha cedido soberanía con entusiasmo y desprecio por la multipolaridad emergente. Mientras México se plantea jugar en dos tableros —la cumbre con Trump que no llega y la mano tendida de China que insiste—, la Argentina de Milei renuncia a todo: a los BRICS, al Mercosur, al Banco de los BRICS, a los swaps con China, y hasta a la diplomacia.
Pero el mapa cambia. El eje financiero ya no pasa por Washington: pasa por Shanghái, por Moscú, por Nueva Delhi. Y mientras México evalúa un giro estratégico que podría redefinir su lugar en el mundo, en Buenos Aires se celebran reuniones con embajadores como si fueran coronaciones. Peor aún: se demoniza todo lo que huela a integración alternativa. Una Argentina que no dialoga con China ni mira a India, es una Argentina que se autoexcluye del siglo XXI.
La pregunta urgente no es qué hará México. La pregunta es si Argentina seguirá siendo peón, o si despertará antes de que sea demasiado tarde. Porque si el Norte argentino —rico en litio, alimentos, energía y juventud— no encuentra su lugar en la multipolaridad, lo encontrará otro por nosotros. Y será con el aval silencioso de los que hoy aplauden un ajuste que no les duele.