La política argentina nos recuerda cada tanto una verdad brutal: el ciudadano no se casa con nadie. Y hoy Javier Milei es la víctima más reciente de esa regla implacable. Su gobierno, que hace apenas un año parecía blindado por el fervor libertario, se encuentra en caída libre.
La inflación bajó, sí, pero ese espejismo económico no alcanza para tapar la podredumbre que aflora en el corazón del poder. Las coimas en la Agencia de Discapacidad no son un caso menor: se trata de robarle a los más vulnerables. Y en un país golpeado por la miseria, ese golpe moral es letal.
La fragilidad del gobierno es estructural. No se trata solo de la torpeza de Caputo, ni de los errores de Karina, ni de los audios de Españolo. Se trata de que Milei gobierna sin red: con un círculo íntimo corroído por internas, un gabinete paralizado por el miedo, y un presidente que confunde Twitter con la gestión.
El llamado “círculo rojo” ya huele la sangre. Hablan de “resetear” el gobierno, de imponer un orden externo, de cambiar fusibles. No es novedad: la historia argentina está plagada de presidentes que creyeron ser dueños del mando hasta que el poder real los obligó a entregar la lapicera. ¿Será Milei el próximo en esa lista?
La imagen presidencial se desmorona en su propio bastión: los jóvenes sub-35 que vieron en él un león libertario hoy se sienten estafados y abandonan el barco sin mirar atrás. Y a pocos días de unas elecciones claves en Buenos Aires, Axel Kicillof aparece como el inesperado beneficiario de esta implosión libertaria.
La conclusión es tan obvia como incómoda: la fragilidad del gobierno de Milei no es coyuntural, es genética. Nació sin bases sólidas, sostenido en un culto personalista y en un odio visceral al Estado que ahora le cobra factura.
La pregunta ya no es si el gobierno puede resistir, sino cuánto tardará en quebrarse del todo. Y la respuesta, como siempre en Argentina, la dará una ciudadanía cansada de farsas que no duda en dar vuelta la página cuando la decepción es total.