El domingo 7 de septiembre no será un domingo más. En Buenos Aires se eligen autoridades legislativas, pero en realidad se juega algo mucho más profundo: un plebiscito sobre Javier Milei, su gobierno y su capacidad de sostenerse en medio de la tormenta. La elección bonaerense, nacionalizada de manera inevitable, medirá el pulso social de un país donde los mercados tiemblan y la gente ya no cree en las promesas de “libertad” que se esfumaron en el humo de la corrupción.
La caída de confianza es evidente. José Mayans fue brutal en sus declaraciones: “Milei está terminado, perdió la confianza de la gente”. Y la frase encierra lo que ya es vox populi: el presidente que llegó como outsider, hoy es prisionero de internas palaciegas, de la manipulación de su hermana Karina y de una estructura política sin rumbo. Se devoró al PRO, dejó sin brújula a los aliados y convirtió a la elección en una ruleta donde el resultado definirá no solo octubre, sino la estabilidad económica de la Argentina.
El mercado ya marcó su advertencia: según JP Morgan, si Milei pierde por más de cinco puntos en la provincia, la crisis financiera se profundizará; si la derrota es menor, apenas habrá un respiro de corto plazo (LPO). Pero lo cierto es que el humor social no se mide con gráficos de Bloomberg, sino en la calle: el pueblo padece el desguace del Estado, las jubilaciones que no alcanzan, los despidos y el descontrol de precios. La paciencia está quebrada.
A la fragilidad política se suma la bomba más peligrosa: la corrupción. El misterioso manejo de fondos internacionales, como los millones desembolsados por el BID cuyo destino nadie puede explicar (LPO), encarna la traición a la promesa de transparencia. Es la bomba antibunker: la implosión interna que ni el marketing libertario puede maquillar. Los recursos que debían financiar proyectos productivos se evaporan entre la ineficiencia y las sospechas, dejando al gobierno sin credibilidad hacia adentro ni hacia afuera.
Los peronistas, con su histórico color celeste, podrían teñir de ese tono la mayoría de los distritos bonaerenses esta noche. Será la foto del fracaso libertario: un presidente que abdujo al PRO, que desgastó alianzas y que hoy se enfrenta al espejo de su propia impotencia. Si Buenos Aires confirma la derrota, Milei no solo será un pato rengo hacia octubre: será un presidente sitiado por los mercados, el Congreso y el humor social que se le volvió en contra.
Lo que este domingo ocurra en Buenos Aires puede ser el comienzo del final anticipado de una experiencia política que prometió dinamitar la casta, pero que terminó cavando su propia tumba. Porque los pueblos pueden tolerar el ajuste, pero jamás perdonan la mentira y el saqueo.
La implosión libertaria tiene además un componente moral. Milei construyó su discurso sobre la idea de la verdad brutal, de decir lo que nadie se atrevía. Hoy ese capital simbólico se le derrumba: el pueblo ya no ve sinceridad, sino manipulación, internas y negocios turbios que se esconden tras banderas libertarias. Y cuando la palabra presidencial pierde peso, ninguna alianza, ningún tuit viral ni ningún préstamo externo pueden sostener la gobernabilidad.
El domingo puede marcar un quiebre histórico: si el mapa bonaerense se pinta de celeste, el peronismo no solo recuperará aire político, sino que reabrirá el camino de la resistencia con expectativa electoral. Milei, en cambio, quedará atrapado en un laberinto sin salida, con un Estado desfinanciado, mercados escépticos y una sociedad que lo observa ya no como el “león” que rugía contra la casta, sino como un presidente débil, acorralado y sin autoridad real.