El terremoto político que sacude a la Casa Rosada ya no puede taparse con discursos altisonantes ni acusaciones a terceros. Los audios que exponen un presunto sistema de valijas, cometas y favores al calor del poder no son obra de la oposición, sino filtraciones internas. Es la propia tropa libertaria la que desnuda la trama de un gobierno que llegó al poder prometiendo moralizar la Argentina y terminó repitiendo los vicios más oscuros de la política tradicional.
Y aquí radica el golpe más duro: el votante libertario no es indiferente. Al contrario, se reconoce a sí mismo como moralista. Cree que votó a Milei para barrer la corrupción, no para blindar a una camarilla que se enriquece en nombre de la “casta”. El costo político y electoral será alto, porque la decepción moral pesa más que cualquier variable económica. Cuando el líder que juraba combatir privilegios queda atrapado en la sospecha de privilegios propios, se derrumba el contrato simbólico con sus seguidores.
La historia reciente ofrece ejemplos de sobra: líderes que con discursos de pureza terminaron arrastrados por el mismo fango que denunciaban. Hoy, el libertarismo argentino enfrenta ese espejo: si Milei se transforma en lo que prometió destruir, el castigo llegará en las urnas. La moral, para ese electorado, no es negociable.
Lo que sobreviene es claro: una devaluación política tan fuerte como la económica. El plan Caputo ya muestra grietas insalvables y la corrupción confirmada desde adentro no hace más que dinamitar la última esperanza de reactivación. El esfuerzo y la ilusión de millones de argentinos, que depositaron su fe en un cambio auténtico, amenazan con ir a parar al mismo destino de siempre: el tacho de basura de la historia política.
El votante libertario creyó en un liderazgo disruptivo, en un outsider que venía a romper con la vieja política. Pero lo que encuentra hoy es un gobierno atrapado en las mismas lógicas de clientelismo, favores y negocios turbios que tantas veces criticó. Esa contradicción no solo erosiona la imagen presidencial, sino que hiere el corazón del relato libertario: el de la pureza frente a la casta.
El problema ya no es solo económico, sino ético y cultural. La decepción moral es irreversible, porque el electorado que exigía transparencia no perdona la traición de ver a sus líderes convertidos en lo que juraban combatir. En este escenario, Milei no solo cotiza a la baja en los mercados: cotiza a la baja en la fe de sus propios votantes, y esa devaluación política puede ser la más demoledora de todas.