Por Perico Noticias // La histórica decisión del Senado de la Nación de rechazar los pliegos de Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla como candidatos a integrar la Corte Suprema no solo representa una derrota política para Javier Milei, sino una derrota moral para el Poder Judicial argentino. Este episodio expuso, una vez más, las inconsistencias legales, los atajos institucionales y la lógica de reparto de cargos que envilece al sistema democrático. La Corte Suprema, el máximo órgano de justicia del país, quedó nuevamente en el centro de una disputa que poco tiene que ver con la justicia y mucho con el poder.
Desde el principio, la estrategia de Milei fue errática y opaca. Por un lado, intentó imponer candidatos sin construir consensos políticos ni justificar sus méritos más allá de su funcionalidad ideológica. Por otro, se saltó los tiempos institucionales al enviar los pliegos en simultáneo con maniobras informales para forzar apoyos parlamentarios. Pero el rechazo no fue solo por falta de votos: fue por falta de legitimidad. Ni Lijo ni García-Mansilla convencieron a la mayoría del Senado, ni mucho menos a la sociedad civil que observa con creciente indignación cómo se trafican cargos en el Poder Judicial como si se tratara de un mercado persa.
Ariel Lijo, un juez federal de la vieja escuela de Comodoro Py, carga con un historial repleto de sospechas por su lentitud en causas clave, vínculos con operadores judiciales y permanentes denuncias de encubrimiento. Su postulación fue vivida por amplios sectores del arco político y social como una provocación, una amenaza directa a la independencia judicial. Manuel García-Mansilla, por su parte, fue presentado como un académico brillante, pero con un perfil ideológico ultraconservador y sin trayectoria judicial. Su inclusión en la terna fue interpretada como parte de un pacto de impunidad que buscaba sellar el mileísmo con ciertos sectores del PRO y el poder económico.
El manoseo institucional no es nuevo, pero lo que cambia es el hartazgo social. Argentina transita una de las crisis más profundas de confianza en sus instituciones, y la Justicia encabeza todas las encuestas de imagen negativa. Es lógico: en lugar de garantizar derechos y frenar abusos del poder, el sistema judicial se ha convertido en una maquinaria para castigar adversarios, proteger aliados y consolidar privilegios. La percepción de que la justicia no es ni independiente, ni eficiente, ni igual para todos se ha vuelto sentido común.
Lo que sucedió en el Senado no es un hito aislado, es un síntoma. Un síntoma de la decadencia institucional que atraviesa a los tres poderes del Estado, pero que en el caso del Judicial, duele especialmente por tratarse de la última instancia de defensa de los derechos ciudadanos. El intento de Milei de colonizar la Corte fracasó, pero dejó en evidencia que ningún gobierno está dispuesto a garantizar una justicia verdaderamente autónoma. Todos quieren una Corte a medida. Lo hizo Macri, lo intentó Alberto Fernández, y ahora lo repite Milei.
Esta derrota debe ser un punto de inflexión. La justicia argentina necesita una reforma profunda, no solo estructural, sino moral. Reglas claras para el nombramiento de jueces, concursos transparentes, rendición de cuentas, límites al poder corporativo de los magistrados y participación ciudadana real en el diseño del sistema. Sin estas transformaciones, el sistema judicial seguirá siendo visto como una casta intocable, funcional al poder y ajena a las necesidades del pueblo.
Hoy, lo que se cayó fue una operación política, pero lo que sigue en pie es la indignación de una sociedad que ya no cree en su Justicia. Y eso, en una democracia, es tan grave como una sentencia injusta.