La visita de Javier Milei a los Estados Unidos y sus negociaciones para obtener un salvataje financiero o incluso un blindaje estratégico con respaldo militar despiertan más preguntas que certezas. El discurso libertario que lo llevó al poder se construyó sobre la promesa de independencia del Estado y el fin de la “casta”, pero hoy aparece frente al espejo más incómodo: depender, como nunca antes, del tutelaje extranjero. El electorado que lo apoyó con convicción comienza a sentir que la narrativa de “libertad” está siendo entregada en bandeja al Tesoro norteamericano.
La idiosincrasia argentina es clara: puede tolerar ajustes, resistir inflación y sobrevivir a crisis cíclicas, pero jamás aceptar mansamente la pérdida de soberanía. El peronismo, el radicalismo y hasta los sectores más liberales de la sociedad convergen históricamente en un punto de identidad nacional: la autonomía frente a las potencias. Por eso, cualquier intento de justificar la llegada de fondos estadounidenses a cambio de concesiones estratégicas no será leído como un triunfo económico, sino como una claudicación política.
Milei y su núcleo duro suponen que el mercado es el árbitro supremo. Confunden el alza de un índice bursátil o un rebote del Merval con el aplauso del pueblo argentino. Pero la microeconomía de las operaciones financieras nada tiene que ver con la macro real de la calle: la mesa familiar, el changuito en el supermercado, el salario que se evapora en dos semanas. El pueblo no festeja swaps ni fondos de estabilización; el pueblo mide la legitimidad en la heladera y en la farmacia.
La decepción será atómica, porque no se trata solo de una medida económica: es el fin de un relato. El mismo Milei que prometía cortar privilegios con motosierra, hoy implora a Washington un salvavidas que se traducirá en más condicionamientos, más deuda y menos soberanía. Para un electorado que lo acompañó con la esperanza de una revolución genuina, descubrir que se parece demasiado a lo que juró destruir equivale a un quiebre emocional y político.
En esa grieta se cuela el peronismo, que no necesita desplegar una estrategia sofisticada: basta con esperar que la contradicción de Milei explote por sí misma. Porque el pueblo argentino, ese que no entiende de swaps ni de mercados, sabe muy bien cuándo lo están entregando. Y cuando la libertad se negocia en Wall Street, la reacción es inevitable: la decepción, masiva y contundente.