Por Jorge Lindon // Las ventas en supermercados volvieron a retroceder en noviembre y el dato no es menor: el consumo masivo cayó 1,8% respecto de octubre y también registró una baja interanual, según refleja la noticia. Lo más relevante es el enfoque: la caída se mide en volumen, es decir, se compran menos productos, no es solo un cambio de precios o marcas.
El recorte de la información agrega un punto que desarma cualquier simplificación: un informe de Scentia sostiene que el derrumbe no se explica únicamente por precios, sino también por el deterioro del ingreso real, entre otros factores. Traducido: el problema no es “psicológico” ni “cultural”; es falta de plata.
Cuando cae el consumo masivo, no cae un índice: cae la vida cotidiana
El consumo masivo es el indicador menos glamoroso y, al mismo tiempo, el más honesto de la economía: pan, leche, fideos, yerba, limpieza, remedios de mostrador. Si eso se contrae, no es porque la sociedad “eligió ahorrar”: es porque el ajuste entró por la puerta grande y se sentó a la mesa familiar.
El gobierno puede celebrar “orden fiscal” o “ancla monetaria”, pero en la calle la macro no llena la olla. La caída en volumen confirma un proceso: la Argentina se está achicando desde abajo, como si el país intentara estabilizarse recortando el piso del edificio. Ese método tiene una lógica contable, pero un costo social explosivo: el salario pierde contra la inflación acumulada, las changas se enfrían, el empleo formal se vuelve más frágil y el endeudamiento doméstico (tarjetas, fiado, préstamos) empieza a funcionar como respirador artificial.
Hay un punto que no admite relato: si el ingreso real cae, la demanda se derrumba. Y cuando la demanda se derrumba, el comercio reduce reposición, la pyme recorta turnos, el proveedor cobra tarde, y el Estado recauda menos. Es una cadena de pagos con efecto dominó. Por eso esta baja del consumo no es un dato “sectorial”: es una señal de recesión con daño distributivo.
El ajuste, además, es regresivo por diseño: los de mayores ingresos pueden “aguantar” licuaciones; los de menores ingresos no tienen margen. Se ajusta sobre quienes no tienen espalda: trabajadores, jubilados, economía popular, pequeños comercios y el interior profundo. En el NOA, ese impacto suele ser doble: menos consumo y menos obra pública, menos circulante y más presión sobre economías regionales.
Mientras tanto, se insiste con el libreto de siempre: que el mercado “acomoda”, que la apertura y el crédito “van a ordenar”, que la reforma laboral “derramará empleo”. Pero si el consumo masivo se hunde, no hay incentivo a invertir: nadie amplía producción para vender menos. Sin demanda, el capital espera; y cuando el capital espera, la sociedad paga.
El dato de noviembre, leído con seriedad, obliga a una conclusión incómoda: si el programa económico no recompone ingresos reales y no protege el consumo básico, la supuesta estabilidad se transforma en estabilidad del deterioro. Y eso no es salida: es administración de la decadencia.
