La guerra en Ucrania acaba de cruzar un umbral crítico. El llamado “fuego de largo alcance” —expresión lanzada sin eufemismos por el canciller alemán Merz— no es solo una actualización militar: es una luz verde geoestratégica. Alemania ha dado vía libre para que Ucrania ataque dentro del territorio ruso, y el mensaje es claro: Europa ya no busca paz, sino una victoria a cualquier precio.
Esta escalada se ve alimentada desde Estados Unidos, donde el regreso de Donald Trump y su secretario de Defensa, Pete Hegseth, se ha visto acompañado de un discurso brutalmente frontal. En el Día de los Caídos, desde el Cementerio de Arlington, la nueva cúpula del poder norteamericano no habló de contención, sino de prepararse para la guerra. Hegseth, figura predilecta de la línea más dura, lo dijo sin rodeos. Trump, por su parte, apeló al “sacrificio eterno” y la necesidad de mantener viva la llama nacionalista. El viejo relato de la Guerra Fría se reencarna, esta vez sin maquillaje.
¿Escalada irreversible?
La decisión alemana genera un quiebre estratégico: por primera vez desde el inicio del conflicto, un país del G7 respalda oficialmente ataques contra Rusia en su propio territorio. La respuesta rusa no se ha hecho esperar: Moscú ha anunciado que toda Europa occidental podría ser considerada zona de retorsión militar. Vladimir Putin ha endurecido su narrativa y, con ella, los márgenes de disuasión se diluyen a velocidad de misil hipersónico.
La OTAN se mueve con ambigüedad peligrosa. Mientras algunos países mantienen una postura prudente, otros aceleran el envío de armas y apuestan por la extensión del conflicto. La política exterior europea está cada vez más supeditada a su relación comercial con Estados Unidos. Alemania, el principal exportador europeo al mercado norteamericano (161.200 millones de euros en 2024), se convierte en una bisagra entre la guerra y el comercio. La dependencia del eje Washington-Berlín desdibuja toda posibilidad de autonomía geopolítica.
Latinoamérica en la niebla
¿Y América Latina? Atrapada entre el fuego cruzado de potencias nucleares, las periferias del sistema global vuelven a ser espectadores de una guerra que podría desatar consecuencias económicas y sociales sin precedentes. La tensión bélica ha provocado un nuevo desbalance en el comercio internacional. Las exportaciones europeas a Estados Unidos, dominadas por medicamentos, autos y maquinaria, desangran el equilibrio global. En paralelo, los precios de alimentos, energía y materias primas se disparan, afectando particularmente a las economías más vulnerables.
Países como Argentina, Brasil, Colombia o México deberán enfrentar esta tormenta con estrategias de contención social, planificación energética y autonomía tecnológica. En contextos donde la paz se devalúa y el dólar se convierte en arma, la región necesita un nuevo proyecto: ni vasallaje financiero ni aislamiento, sino integración solidaria y soberanía productiva.
Del Eterno Retorno al Punto de Quiebre
La presencia de El Eternauta en el imaginario argentino, hoy potenciada por su adaptación audiovisual, no es una casualidad. La historia del héroe colectivo que resiste una invasión invisible se vuelve metáfora perfecta para estos tiempos. La guerra no necesita ejércitos en nuestras calles: su fuego nos alcanza vía inflación, dependencia tecnológica y fuga de capitales. Y como decía la obra, “solo no se salva nadie”.
La historia se acelera. La lógica imperial recupera su máscara brutal. La tercera década del siglo XXI será recordada como el momento en que el mundo se volvió a arder. Y si no construimos un escudo común desde el Sur, seremos otra vez el territorio donde se sienten las brasas sin haber disparado una sola bala.