El proyecto de eliminar o encarecer brutalmente el monotributo no es un simple ajuste técnico: es un torpedo directo al corazón de la clase media trabajadora, a los emprendedores y a millones de cuentapropistas que sostienen la economía real. La discusión ya no es si crecerá o no la informalidad; la cuestión es política y moral: el Presidente que prometió cortarse un brazo antes de subir impuestos hoy se rinde ante las exigencias del Fondo Monetario Internacional y habilita que el Estado exprima al eslabón más débil de la cadena productiva.
El monotributo nació como un régimen simplificado para pequeños contribuyentes: un solo pago mensual que integra impuesto, aporte jubilatorio y obra social. Según datos oficiales, más de cuatro millones de personas —profesionales, comerciantes, oficios, freelancers— se encuentran registrados bajo este esquema, que fue clave para formalizar actividad y ampliar la base contributiva. Desarmar ese andamiaje en nombre de una supuesta “modernización tributaria” significa retroceder veinte años en materia de inclusión fiscal.
Los documentos del FMI vienen marcando la cancha hace tiempo. En informes recientes, el organismo cuestionó abiertamente el régimen de monotributo por considerarlo “demasiado beneficioso” y recomendó aumentar la carga sobre estos contribuyentes y “armonizarlo” con el sistema general de impuestos. Medios especializados revelaron que en las conversaciones con el Fondo se puso sobre la mesa, incluso, la eliminación lisa y llana del régimen, reemplazándolo por un esquema de autónomos y Ganancias mucho más caro para el pequeño contribuyente.
El Gobierno salió a desmentir una eliminación inmediata, pero reconoce que trabaja en una “reforma integral” que, en los hechos, implicaría que millones de monotributistas pasen a tributar como responsables inscriptos o autónomos. La lógica es clara: si el programa económico no cierra por el lado del crecimiento, se busca cerrar por el lado de la recaudación. Y el FMI aplaude. La pregunta es quién paga la fiesta: no son las grandes corporaciones ni los fondos financieros, sino el médico que factura por guardias, la diseñadora gráfica freelance, el kiosquero, el programador independiente.
Para la mayoría de los monotributistas, el cambio sería devastador. De pagar una cuota integrada relativamente previsible pasarían a afrontar, por separado, aportes de autónomos muy superiores, obra social, IVA, Ganancias y honorarios contables, además de una burocracia agobiante. Especialistas tributarios advierten que, con las escalas de hoy, la factura mensual podría multiplicarse por dos o por tres para los tramos medios y bajos, empujando a una masa enorme de contribuyentes a la morosidad o directamente a la economía en negro.
El golpe llega, además, en el peor momento macroeconómico. La economía está en recesión abierta, el consumo interno se derrumba —el gasto en restaurantes, por ejemplo, cayó alrededor de 30% en 2025, según relevamientos privados— y la gente recorta hasta en lo básico. (iProfesional) El mercado de trabajo se precariza: mientras cae el empleo con aportes jubilatorios, crece el trabajo sin descuento ni protección social, lo que evidencia un desplazamiento hacia la informalidad. (Centro CEPA) En ese contexto, encarecer brutalmente el costo de seguir “en blanco” es, como mínimo, una invitación a escapar del sistema.
La dimensión política es igual de cruda. Javier Milei construyó su campaña sobre la idea de que “el impuesto es robo” y que jamás subiría la presión fiscal. Hoy impulsa, bajo el paraguas del FMI, el mayor aumento de impuestos indirectos y costos regulatorios para el sector más dinámico y vulnerable del mercado laboral. El mensaje es demoledor: la soberanía fiscal se negocia en Washington y el ministro de Economía actúa, en los hechos, como un delegado de los acreedores externos, más preocupado por cumplir metas de déficit que por sostener el tejido productivo nacional.
Este ataque al monotributo es también un atentado contra el espíritu emprendedor. Se castiga a quienes se animaron a facturar, a formalizar una actividad, a crecer por mérito propio. Se les dice, en la práctica: “o pagás como una gran empresa o volvé a la clandestinidad”. Es la negación concreta del discurso liberal que el propio Gobierno dice encarnar. Ningún país que aspire a desarrollar una economía del conocimiento, de servicios profesionales y de innovación puede darse el lujo de estrangular a sus trabajadores independientes.
Las provincias y las economías regionales serán las más golpeadas. En distritos donde el empleo privado formal es escaso, los monotributistas son el pulmón de la actividad económica: docentes particulares, técnicos, pequeños comercios, profesionales que sostienen el consumo local. Si ellos caen, no sólo se resienten sus familias; se resiente toda la cadena de pagos de pueblos y ciudades enteras, profundizando la desigualdad territorial y vaciando de oportunidades al interior del país.
Lo que está en juego no es un simple “régimen impositivo”, sino el contrato de confianza entre el Estado y millones de argentinos que eligieron producir, invertir, estudiar y emprender en su propio país. Si el Gobierno decide alinearse con el FMI a costa de dinamitar ese contrato, no sólo traiciona a su electorado: compromete el futuro de una economía que, más que nunca, necesita menos castigo y más aire para quienes generan trabajo genuino.
