Hay momentos en la historia donde la metáfora se vuelve literal. Mientras la economía se apaga, el presidente canta. Mientras la producción cae, el crédito se evapora y el hambre vuelve a golpear, el jefe de Estado decide montar un recital. Nerón vive —y esta vez, la Roma que arde se llama Argentina.
La recesión ya no se pronostica: se padece
Los indicadores son unánimes: la recesión es profunda y transversal. La construcción cayó más del 20 %, la industria retrocede en todos los rubros —textil, automotriz, metalmecánica—, el consumo minorista se desploma y el empleo formal se estanca. Las pymes, motor histórico de la movilidad social, se están desangrando.
El propio mercado, siempre lento para admitir la derrota, ya reconoce lo obvio: la recesión llegó y no hay rebote visible. El sueño de un ajuste rápido con “efecto confianza” se convirtió en pesadilla deflacionaria con hambre estructural.
El ciudadano común, ese que se levantó creyendo en el cambio, paga las consecuencias. Cada billete vale menos, cada cuenta cuesta más. La inflación no baja del 2 % mensual —una cifra que parece menor solo en un país anestesiado por el descontrol—. Los precios no ceden porque los costos siguen atados al dólar y a tarifas que suben como metralla. El salario, aun en blanco, ya no compra dignidad. La clase media argentina, que alguna vez fue ejemplo regional, se transformó en un ejército de sobrevivientes.
El sacrificio inútil de la gente
Se pidió esfuerzo. Se prometió recompensa. Pero el sacrificio fue unilateral. Los argentinos soportaron un año de licuación brutal de ingresos, subsidios recortados, despidos estatales y caída del gasto social. Y sin embargo, nada mejora. El déficit no se reduce en términos reales; la deuda aumenta; la pobreza trepa al 60 %.
La economía doméstica está quebrada: el consumo de carne cayó al nivel más bajo en medio siglo; los alquileres son impagables; los medicamentos suben más que la inflación y los jubilados vuelven a elegir entre comer o curarse. Todo esto mientras el Presidente se da el lujo de transformar su investidura en un espectáculo de luces.
La frivolidad como política de Estado
En lugar de admitir el fracaso del programa económico y convocar a un acuerdo nacional, el Gobierno eligió el escape performático. Un recital, un micrófono, una guitarra: la trivialización absoluta del poder.
Javier Milei se convirtió en un personaje que confunde aplauso con legitimidad y rating con gestión. La historia le está pasando por encima, y él la enfrenta con la misma arrogancia de quien cree que el pueblo puede alimentarse de consignas.
Mientras tanto, su ministro Caputo implora en Washington un salvataje que nunca llega. El dólar se mueve, las reservas se derriten y los inversores ya descuentan otra devaluación pos-electoral. No hay confianza porque no hay programa. Solo un manual de slogans y una épica adolescente que envejeció mal.
El renacer peronista: cuando el pueblo vuelve a mirar hacia adentro
Paradójicamente, la crisis ha devuelto sentido a algo que el discurso oficial quiso enterrar: el peronismo. En provincias de todos los colores, las encuestas reflejan un fenómeno de retorno: la gente vuelve a mirar al peronismo no por nostalgia, sino por supervivencia.
Porque en medio del ajuste, las intendencias peronistas son las que sostienen comedores, escuelas, planes de empleo y obras que aún dan de comer. Porque donde el Estado nacional se retiró, los municipios y las provincias mantienen un hilo de contención.
No es romanticismo: es realismo social. Frente a un gobierno que se jacta de no sentir empatía, el peronismo ofrece humanidad. Frente a la idolatría del mercado, ofrece comunidad. Frente al individualismo feroz, ofrece solidaridad.
El ocaso libertario
El modelo libertario, que prometió libertad y prosperidad, derivó en asfixia económica y vacío moral. Su narrativa de “shock necesario” se agotó ante la evidencia: no hay crecimiento, no hay inversión, no hay alivio.
La recesión es el final del relato, pero también su consecuencia lógica: un país no puede vivir solo del ajuste. La política económica de Milei fue diseñada para destruir el gasto público sin reemplazarlo por un motor productivo. Lo que vino fue el apagón: salarios pulverizados, consumo en coma, inversiones en pausa y un Estado ausente que ya no regula ni protege.
La etapa que viene no será ideológica, será humanitaria. Porque cuando la sociedad se hunde, la política deja de ser debate de ideas y pasa a ser búsqueda de supervivencia colectiva.
Qué queda por hacer
La salida no vendrá de Washington ni de recitales. Vendrá de la sensatez.
- Reactivar: liberar crédito productivo, financiar consumo básico, y dar oxígeno a las pymes.
- Reparar: recomponer salarios y jubilaciones con gradualismo y diálogo, no con marketing.
- Reconstruir el Estado: austero, eficiente, pero presente.
- Reconciliar al país con la esperanza: porque ningún pueblo avanza bajo humillación.
El peronismo, con todos sus matices, aparece hoy como la única estructura capaz de articular esa salida federal y social. No porque sea perfecto, sino porque entiende de crisis, conoce al pueblo y cree en el trabajo como valor central.
Apagar el fuego
Milei canta, pero el país arde. Cada show presidencial es una bofetada a quienes no pueden pagar la luz. Cada grito libertario es una burla al esfuerzo de un pueblo agotado. No hay relato que tape la olla vacía ni épica que compense la falta de pan.
Nerón vive, y está incendiando la Argentina. Pero el pueblo —ese que sabe sobrevivir incluso cuando lo dan por vencido— ya prepara el agua.
La historia siempre termina igual: los pueblos se cansan de los delirios, apagan las llamas y reconstruyen sobre las cenizas.