Cuando Cristina Fernández de Kirchner pronuncia una frase, el país se sacude. Esta vez no fue una advertencia sobre los mercados, ni una defensa del pasado: fue una confesión lapidaria, una radiografía cruda del presente que afecta más al peronismo que a la oposición. Dijo, con voz templada y mirada aguda:
“Aquellos que apostaron a Milei tampoco quieren volver con nosotros.”
Y ahí está todo. En esa línea se resume el drama político del presente argentino. Milei decepciona, pero el kirchnerismo ya no enamora. El peronismo, otrora motor de esperanza popular, se ha vuelto un espejo roto que refleja sus propias promesas incumplidas. La sociedad no encuentra dónde aferrarse, y el vértigo de esa orfandad ya no se resuelve con mística ni con memoria.
La motosierra sin freno y el fracaso sin retorno
Los datos son inapelables. La economía de Milei avanza sobre las ruinas: morosidad récord, caída de ingresos reales, ajuste brutal, y un ordenamiento fiscal que se apoya sobre los hombros de los que menos tienen. Pero aún así, una parte importante del electorado prefiere soportar este presente a “volver atrás”. ¿Qué significa eso? Que el peronismo no supo reconstruir credibilidad, ni reinterpretar el malestar social, ni ofrecer una nueva épica. Cristina lo sabe. Lo padece. Y por eso habla.
¿Cómo se llega a esta ruptura emocional?
Durante años, el kirchnerismo construyó un vínculo emocional con amplios sectores populares. Pero los años, los errores, las internas, los liderazgos sin renovación y la ausencia de autocrítica deterioraron ese pacto invisible. Mientras el Gobierno de Milei embiste con un plan de demolición, el peronismo discute sobre sellos, candidaturas pasadas y fórmulas gastadas. La sociedad, mientras tanto, ya cambió de canal.
Cristina lo advierte: no alcanza con mostrar el desastre de Milei si no hay una alternativa que enamore, que incluya, que interprete y que convenza.
Milei: el fracaso con fe
El libertario gobierna sobre la base de una narrativa religiosa: “esto es doloroso, pero necesario”. Ha sustituido la gestión por el dogma, el plan económico por la cruzada moral. La gente sufre, pero aún lo sigue. No por ignorancia, sino porque, por ahora, sigue siendo la única opción que no representa “lo de siempre”.
El kirchnerismo —y el peronismo ampliado— no logró capitalizar esa decepción. No hay figuras nuevas que despierten ilusión, ni discursos que salgan del loop de la culpa y el pasado. El problema ya no es solo de contenido: es de estética, de relato, de escucha. Cristina, que lo supo todo en otro tiempo, hoy lo reconoce: están fuera del deseo colectivo.
¿Y entonces qué nos queda?
Nos queda un país sin brújula. Un pueblo angustiado, pero más dispuesto a soportar lo desconocido que a revivir lo conocido. Nos queda la urgencia de una nueva política que no sea ni un revival del 2011 ni una distopía libertaria. Nos queda, sobre todo, una ciudadanía que ya no cree en nadie pero que aún sobrevive, aún resiste, aún pregunta.
El desafío es inmenso: no se trata de volver a seducir desde el Estado, sino de reconstruir desde el pueblo. Desde sus dolores, sus rebusques, sus saberes invisibles. Porque si los dirigentes siguen hablando entre ellos, el pueblo seguirá votando contra todos. O dejando de votar. Y ese vacío, como la historia enseña, siempre se llena. A veces, por los peores.