El derrumbe judicial del exintendente Nilson Ortega comienza a arrastrar consigo no solo su legado político, sino también a aquellos que todavía orbitan su influencia en el Concejo Deliberante de Monterrico. La sesión ordinaria prevista para este jueves no se realizó por falta de quórum: los concejales Ariel Batallanos y Berenice Ibarra —ligados directamente al nilsismo y al PJ— decidieron no presentarse a trabajar. El ausentismo no es nuevo, pero en este contexto huele a pánico, a desbande y a una peligrosa omisión institucional. La maquinaria de Ortega se detiene mientras el juicio oral por una deuda pública superior a los $10.500.000.000 millones de pesos —más que el presupuesto anual del municipio— se acerca con fuerza demoledora.
Según el reglamento interno, el Concejo debe sesionar cada jueves. En Monterrico, sin embargo, la costumbre política se ha degradado al punto de institucionalizar sesiones quincenales. Y ni siquiera eso se cumple. Que los concejales ausentes sean precisamente los más cercanos al exjefe comunal habla de un movimiento que se resquebraja: nadie quiere quedar pegado al pasado, ni al barro jurídico que anticipa una posible condena con detención incluida. Ortega está cada vez más solo, y su círculo político parece comprender que la caída del líder los deja huérfanos de poder y dirección.
Lo más grave es que esta deserción parlamentaria ocurre en un momento en que la sociedad exige transparencia, control y presencia activa de sus representantes. ¿Cómo confiar en un cuerpo deliberativo que se esconde ante la gravedad de los hechos? ¿Qué mensaje se le da al pueblo cuando se posterga el tratamiento de temas fundamentales por proteger intereses personales o evitar pronunciarse sobre una causa judicial? El Concejo Deliberante no puede seguir enmudecido ni actuar como un apéndice de una facción política en retirada. Su obligación es con la democracia, no con los acuerdos de pasillo.
Las esquirlas del juicio que enfrenta Ortega pueden afectar a todo su entorno. Así lo reconocen con creciente preocupación algunos integrantes del oficialismo local, quienes en privado buscan despegarse del “nilsismo” antes de que la justicia amplíe su lupa. La cifra en cuestión —más de diez mil millones de pesos en deuda con el Estado— no es menor: implica compromisos, obras no realizadas, manejos discrecionales de fondos, e irregularidades cuya sombra se proyecta sobre todos quienes lo acompañaron en su gestión. Por eso, el silencio en el Concejo no es ingenuo, es estrategia de supervivencia.
La presidenta del Concejo intentó justificar lo injustificable: uno de los concejales avisó, el otro se excusará más adelante. “Insólito”, declaró ante los medios. Pero el pueblo ya no compra excusas: quiere respuestas, quiere control, quiere dignidad institucional. El caso Ortega marca un antes y un después en la política de Monterrico. Ya no se trata de un simple proceso judicial: es el fin de una era marcada por la opacidad, el clientelismo y la deshonestidad.
Hoy, la disyuntiva para los concejales del nilsismo es clara: seguir arrastrados por la tormenta judicial o dar un paso al frente y reconectar con la ciudadanía desde la ética, el trabajo y la verdad. La justicia avanzará, los procesos seguirán su curso, pero es el pueblo quien debe exigir que el Concejo recupere su voz y su honor