Hoy, desde los palacios del poder hasta los rincones más humildes, se lamenta la muerte del papa Francisco. El mundo católico se estremece. En Argentina, su tierra natal, las redes se llenan de palabras cálidas, de homenajes tardíos, de condolencias impostadas. Pero detrás de cada corona de flores, hay una espina que duele más que la muerte: no aprendimos nada.
Francisco no fue un papa ceremonial, fue un profeta incómodo. Llegó desde el sur del mundo, desde los confines villanos de la Argentina profunda, no para bendecir a los poderosos, sino para recordarles que la injusticia es pecado estructural. Denunció el sistema que mata, el descarte social, la especulación financiera, la idolatría del dinero, la indiferencia que se disfraza de normalidad. Su magisterio fue concreto: pidió por los migrantes, por los pobres, por la tierra, por la paz.
¿Y qué hicimos nosotros, su país? Lo acusamos. Lo ridiculizamos. Lo llamamos “papa peronista”, “zurdo”, “peligroso”, “populista”. Lo desoímos sistemáticamente. Mientras él clamaba por justicia social, aquí cerrábamos comedores y ajustábamos jubilaciones. Mientras él pedía diálogo, nosotros cavábamos trincheras.
Hoy, que su cuerpo descansa en la Casa del Padre, nos aferramos al consuelo de las palabras, pero seguimos sordos a su mensaje. Porque Francisco no necesitaba ser llorado: necesitaba ser comprendido. No necesitaba monumentos, sino gestos. No buscaba homenajes, sino transformaciones. Y en eso, como pueblo y como dirigencia, le fallamos.
Nos regaló un papado histórico. Un pontífice que devolvió a la Iglesia su sentido original: ser casa de todos, no guarida de algunos. Hizo de la ternura un acto político. Denunció la hipocresía institucional. Luchó contra los abusos sin miedo. Quiso una Iglesia sin oro, sin miedos y sin muros. Integró a las periferias, defendió la Amazonía, propuso una economía de rostro humano. Escribió encíclicas que deberían estar en las escuelas, y sin embargo, aquí seguimos educando con manuales vacíos de sentido.
¿Qué queda de Francisco? Quedan sus obras. Pero también queda una deuda. Y no es teológica, ni doctrinal. Es moral. Es una deuda de humanidad. La de no haber convertido sus palabras en políticas públicas. La de no haber replicado su ejemplo en nuestras parroquias, en nuestros barrios, en nuestras agendas políticas. La de no haberlo traído de vuelta, en vida, con actos de justicia y misericordia que le dieran sentido a su lucha.
Porque Francisco no podrá regresar. Solo puede volver, ahora, en nuestras manos. En un Estado que cuide, en una sociedad que abrace, en una economía que no margine, en una política que escuche. Volverá si cada sacerdote rompe el silencio ante la desigualdad. Si cada funcionario recuerda que gobernar es servir. Si cada ciudadano deja de mirar para otro lado. Volverá si en cada acto hay empatía, si en cada decisión hay compasión.
Hoy el mundo llora al papa Francisco. Pero si mañana seguimos igual, si nada cambia, si todo vuelve al cinismo habitual, entonces su muerte habrá sido un cierre, no una siembra. Y lo peor: su vida habrá sido ignorada.
Desde Perico, desde el norte profundo, desde donde también él vino alguna vez a mirar a los trabajadores del campo, decimos que aún estamos a tiempo. Que no lo dejen morir en vano. Que no lo lloren tanto si no piensan seguirlo.
Porque de qué sirve lamentar su partida, si no estamos dispuestos a andar su camino.