“No es Milei, es el fracaso del peronismo: entregaron la minería, congelaron la reforma laboral y dejaron al trabajador en el siglo XX”

“No es Milei, es el fracaso del peronismo: entregaron la minería, congelaron la reforma laboral y dejaron al trabajador en el siglo XX”

El peronismo atraviesa, quizá, su hora más oscura. Y no por culpa de Javier Milei, sino por responsabilidad propia. La crisis actual expone algo más profundo que un traspié electoral: deja al desnudo el fracaso de una dirigencia que administró poder durante décadas y dejó pendientes todas las reformas estructurales que decía defender en nombre del “pueblo trabajador”.

Durante treinta años, la entrega del subsuelo fue política de Estado compartida. La minería no comenzó a rifarse con Milei: el régimen de privilegios se consolidó en los ‘90 con Menem y se continuó bajo los gobiernos kirchneristas, que tuvieron mayorías legislativas, poder político y viento de cola internacional para revisar ese modelo y no lo hicieron. Se habló de “soberanía” mientras se garantizaban beneficios impositivos, estabilidad fiscal y baja regulación ambiental a corporaciones que se llevaron minerales, divisas y agua, dejando pasivos ambientales y comunidades fracturadas. Cuando hoy se denuncia la “entrega del cobre” o de los “minerales estratégicos”, se omite que la alfombra roja fue tendida mucho antes, por gobiernos que se decían nacionales y populares.

En paralelo, el mundo del trabajo cambió de era y el peronismo quedó fosilizado en el siglo XX. La economía de plataformas, la automatización, el trabajo remoto global, la robotización de procesos, el empleo cognitivo y la economía de cuidados reconfiguraron por completo la relación capital-trabajo. Sin embargo, la arquitectura laboral argentina sigue anclada en marcos normativos pensados para el fordismo industrial, con fábricas masivas, cadena de montaje y sindicato único. El resultado es brutal: un núcleo formal protegido que se achica y una periferia gigantesca de trabajadores precarizados, monotributistas, cuentapropistas, repartidores, freelancers digitales y empleados en negro que no se sienten representados por nadie.

La reforma laboral, que el peronismo debió encarar con inteligencia y autoridad política, nunca llegó. Se dejó ese debate en manos de gobiernos liberales o libertarios, que la plantean desde la lógica del ajuste, no desde la ampliación de derechos. El movimiento que nació para organizar al mundo del trabajo prefirió mirar para otro lado mientras se consolidaba un mercado laboral partido en dos: 6 millones de trabajadores registrados y casi 8 millones fuera de sistema. La flexibilización ya está instalada de hecho, pero sin red de protección, sin negociación colectiva adecuada a las nuevas formas de empleo, sin representación sindical moderna. Es el peor de los mundos: inseguridad total para el trabajador, incertidumbre jurídica para la empresa y un Estado que llega siempre tarde.

Las cúpulas sindicales forman parte central de este problema. Estructuras envejecidas, eternizadas en los cargos, hiper-dependientes del Estado para su financiamiento —vía obras sociales, homologación de paritarias, personerías y privilegios regulados por el poder político— han bloqueado toda discusión seria sobre recambio generacional, democracia interna y representación de los nuevos trabajadores. Mientras tanto, una parte creciente de la juventud trabajadora vive la experiencia sindical como algo ajeno, viejo, distante o directamente hostil. El trasvasamiento generacional, tantas veces invocado en el discurso, quedó atrapado en los manuales y jamás se llevó a la práctica.

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La dirigencia peronista tuvo tiempo, poder y mayorías para encarar estas transformaciones. No lo hizo. Prefirió administrar el statu quo, pactar silenciosamente con sectores empresariales, sostener cajas y territorios, antes que repensar un modelo que se desarmaba por abajo. Ahora, frente a un gobierno que avanza sobre recursos naturales, desregula a favor de intereses externos y propone una versión radicalizada de apertura y ajuste, aparece un discurso indignado que llega tarde y suena vacío. Porque los hechos muestran que, en los temas estratégicos —minería, estructura tributaria regresiva, matriz productiva primarizada, precarización laboral masiva— el peronismo tuvo la lapicera y eligió no escribir otra historia.

Cuando el movimiento evita mirarse al espejo, busca refugio en enemigos funcionales. Milei, el Fondo, el “imperialismo”, la “casta ajena”. Pero la verdadera fractura viene de adentro: una conducción enferma de personalismo, encierro y autoindulto. Cupulas que se reciclan sobre sí mismas, que no rinden cuentas, que nunca asumen costo político por los fracasos de gestión, que se llenan la boca con justicia social mientras toleran su desmantelamiento en los hechos. Esa distancia entre relato y realidad es la que abrió el pasillo por el que entraron, una y otra vez, proyectos abiertamente anti-populares.

La consecuencia está a la vista: derrota electoral tras derrota electoral, fuga de sectores populares hacia opciones que prometen “dinamitarlo todo”, descrédito generalizado de la palabra “peronismo” entre pibes que sólo conocieron inflación, inseguridad y precariedad como paisaje cotidiano. No es una conspiración: es la respuesta política a un modelo agotado, que ya no emociona, ya no protege y ya no ofrece horizonte.

El momento exige una autocrítica despiadada. Reconocer que la entrega minera no fue una anomalía ajena, sino una decisión compartida por gobiernos peronistas. Admitir que el atraso en la reforma laboral no se debe solo a la resistencia empresaria, sino a la incapacidad —o falta de voluntad— de los propios dirigentes para reordenar el sistema en favor de la nueva clase trabajadora. Aceptar que un sindicalismo colonizado por el Estado y aferrado a privilegios terminó siendo parte del problema y no de la solución. Y, sobre todo, entender que ya no alcanza con cambiar nombres en las boletas: hace falta cambiar paradigmas.

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Si el peronismo quiere volver a ser opción de futuro y no pieza de museo, necesita reconstruirse desde abajo: nuevos liderazgos, nuevas formas de representación, nuevas alianzas productivas, nuevas reglas de transparencia para el manejo de recursos estratégicos. De lo contrario, seguirá atrapado en una cómoda coartada: culpar a Milei, a la derecha, al mundo, mientras se diluye lentamente la razón histórica de su existencia.

La verdad incómoda es sencilla: no se trata sólo de lo que hace hoy el gobierno libertario. Se trata, sobre todo, de todo lo que el peronismo no quiso, no supo o no se animó a hacer cuando tuvo el poder para cambiar el rumbo. Y esa factura, tarde o temprano, siempre llega.

¿Desde que asumió Javier Milei, ¿tu situación económica personal?

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