La Argentina se asoma al abismo con una sonrisa histérica, mientras el dólar rompe techos y la motosierra de Milei empieza a devorar no solo el “gasto político”, sino las raíces mismas de un Estado que se desintegra a cielo abierto. Octubre no será un mes más: será el parteaguas entre una república agónica y una nación en disputa. Porque cuando la economía cruje, las caretas se caen. Y cuando las provincias tiemblan, es porque el núcleo del poder real está comenzando a incendiarse.
El dólar —símbolo y sentencia— no solo se fuga: se burla. No le teme ni a tasas del 65%, ni a bonos espejados, ni a discursos cancheros. No le cree a Caputo. No le cree a Milei. No le cree a un país que, mientras hace equilibrio en la cuerda floja, le ofrece al mercado una banana sin cáscara como ancla monetaria. Se viene la estampida: nadie quiere pesos, todos huyen. Porque en este juego brutal de desinversión y especulación, el único refugio es la divisa que nunca vota pero siempre gana.
Y mientras la city arde, las provincias sangran. La motosierra no es una metáfora: es un dispositivo quirúrgico que desarma estructuras históricas, feudales, clientelares, pero también funcionales. No hay coparticipación que aguante. No hay intendente, caudillo, ni gobernador que escape. Desde Jujuy hasta Tierra del Fuego, la motosierra ya está encendida. Y no distingue entre peronismo, radicalismo o libertarios de ocasión: todos son carne de ajuste.
Pero lo más peligroso no es la caída de las estructuras. Es el vacío que dejan. Porque cuando se dinamita un feudo, lo que queda no es república, sino caos. Cuando se apaga el motor del Estado, lo que llega no es libertad, sino anarquía de mercado. ¿Quién recoge los pedazos cuando se van los subsidios, los salarios estatales, las obras paralizadas, las pymes quebradas, los hospitales sin médicos, los comedores sin comida?
Octubre será una caja de Pandora. Una elección nacional donde no se plebiscita un gobierno, sino un modelo civilizatorio. Donde no se elige un diputado, sino el futuro del contrato social. Milei lo sabe, y por eso agita su discurso como un látigo: “casta o libertad”. Pero ese juego binario puede estallar. Porque cuando el ajuste se hace carne, la narrativa se vuelve gasolina. Y basta una chispa —un bono, un despido, una represión— para encender la mecha.
Ya no hay margen para el relato. Ni para el marketing libertario. El JP Morgan lo anticipó: “dame los dólares, campeón”. Y el mercado obedeció. Caputo quedó solo, con un Excel roto y una motosierra oxidada. Milei, envuelto en su delirio mesiánico, juega a ser Nerón financiero mientras el país arde. Y los gobernadores, en lugar de plantarse, se agrupan como niños asustados buscando una tercera vía que ya no existe.
Porque no hay avenida del medio en un país partido.
La verdadera pregunta es: ¿qué pasará cuando el pueblo reaccione? Porque el pueblo no es solo casta, ni esplín, ni libertario de Twitter. Es carne, es hambre, es historia. Y cuando despierte, no será con memes. Será con fuego.
Argentina entra en su fase terminal de modelo. Y de ese colapso solo saldrán dos cosas: una refundación o una distopía.
Octubre no es una elección: es el juicio final.