Opinión: Erdogan cosecha la tormenta que sembró

El presidente de Turquía siembra vientos y cosecha tormentas que no dejan de azotar a sus propios compatriotas: en el país euroasiático continúa la serie de ataques terroristas. El más reciente, de nuevo, en Estambul.

El ataque terrorista contra la discoteca Reina –un conocido local nocturno de Estambul frecuentado por celebridades– ya se auguraba mucho antes de que los sectores más modernos y orientados hacia Occidente de la sociedad turca vocearan la cuenta regresiva que marcó el final del año 2016. Durante semanas, los imames (oradores), los hodscha (sabios) y otros charlatanes condenaron las celebraciones de Año Nuevo en las redes sociales. Y al hacerlo no se inhibieron de tachar de «infieles” a los simpatizantes de la cultura occidental, con lo cual los convirtieron en blancos de actos de violencia. Hasta la Oficina de Asuntos Religiosos, un gremio de alto rango en esa república secular, se pronunció en contra de las festividades de fin de año –calificándolas de incompatibles con la cultura musulmana– en su prédica del pasado viernes (30.12.2016), dirigida a todas las mezquitas del país.

La pregunta que quedó en el aire ya no era si los islamistas radicales empuñarían armas durante la Nochevieja, sino dónde. Fue con miras a evitar un baño de sangre que la Policía estacionó 17.500 oficiales en Estambul. Frente a la discoteca Reina, sin embargo, sólo había un agente; él cayó muerto antes de que el atacante disparara a mansalva dentro del local, matando e hiriendo sin compasión. En torno al suceso no escasean las teorías de conspiración. Pero es un hecho que Turquía padece su más grave crisis de política interior y el mayor de los caos desde su fundación en 1923.

Encandilado por su propia meta –la de convertir al país euroasiático en una república presidencialista y erigirse en el único soberano sobre su territorio–, Recep Tayyip Erdogan comete un error de cálculo tras otro y, así, conduce a Turquía hacia la autodestrucción. Atrás han quedado los tiempos en que Erdogan entusiasmaba a la Unión Europea y también a Alemania con su talante reformador. En lugar de conseguir que una Turquía política y económicamente intacta, culturalmente permeable a valores contemporáneos, se acercara al bloque comunitario, lo que hizo Erdogan fue destruir irreparablemente la confianza depositada en él. En lugar de consolidar el curso hacia la reconciliación con los kurdos, el «hombre fuerte” de Ankara optó por la confrontación directa. Desde que sus mociones anularon de facto las elecciones parlamentarias del 7 de junio de 2015, 1.500 personas han muerto y cientos han resultado heridas por atentados terroristas. Y la tragedia reciente a orillas del Bósforo apunta a que estos ataques no cesarán. Estimaciones realistas hacen temer que sucesos de esta índole se repetirán con frecuencia. Las secuelas para la economía, para la fortaleza de la moneda nacional –la lira–, y para el turismo ya se sienten dolorosamente.

Un desafío llamado Siria

Para Erdogan no hay vuelta atrás. Ahora, él deberá quedarse en Siria junto Rusia y luchar contra el autoproclamado Estado Islámico hasta el amargo final. Combatir a una organización terrorista que, en otro momento, Erdogan y sus seguidores trataron con guantes de seda. El Ejército turco persigue simultáneamente a los kurdos sirios para impedir que dominen un territorio unificado a lo largo de la frontera. Puertas adentro, Ankara lucha contra la Organización Terrorista Fethullah Gülen (FETÖ); es así como el Gobierno ha denominado al movimiento en torno al religioso Fethullah Gülen, antiguo amigo de Erdogan. Más de 100.000 funcionarios públicos fueron despedidos o suspendidos y más de 40.000 personas fueron detenidas bajo el cargo de ser o haber sido miembros de la FETÖ. Evidencias convincentes de esas acusaciones siguen brillando po su ausencia.

Si Erdogan quiere restablecer un ápice de la confianza que se llegó a depositar en él, dentro y fuera de Turquía, tendrá que cambiar de postura. Deberá involucrarse personalmente en la búsqueda de el o los autores del ataque de fin de año en Estambul en lugar de limitarse a publicar un comunicado al respecto. Tendrá que hacer más que distanciarse rápidamente de quienes amenazan a aquellos que prefieren vivir acorde con los valores europeos. Deberá poner en movimiento a la Justicia y a la Policía –poderes alineados con su Gobierno– para que cesen efectivamente las hostilidades abiertas contra personas e instituciones. Tendrá que dejar de acusar públicamente a la Unión Europea –y ante todo a Alemania– de apoyar a los terroristas y ofrecerle refugio a sus organizaciones.

El imperio de la arbitrariedad

En Alemania, el término «Estado de derecho” significa que la Justicia y las fuerzas de seguridad están obligadas a demostrar, fuera de toda duda, la culpabilidad de un acusado antes de que éste sea sentenciado. Pero en Turquía sigue siendo la regla que el pensamiento disidente y la oposición contra el Gobierno, por sí solos, bastan para justificar arrestos y procesos judiciales; para demandar su liberación, es el propio imputado quien debe demostrar su inocencia. Es por eso que más de 170 periodistas, escritores y científicos están tras las rejas y, debido al estado de excepción imperante, soportan interrogatorios de hasta cinco días antes de poder contactar a un abogado. No es así como Turquía superará los desafíos del siglo XXI.

 

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