Pleno empleo primero: sin trabajo digno, la “reforma” es humo y castigo

Pleno empleo primero: sin trabajo digno, la “reforma” es humo y castigo

Por Jorge Lindon // Hablar de reforma laboral sin definir antes un plan de pleno empleo es empezar la casa por el techo. Es un despropósito técnico y una inmoralidad política. El mandato social que emergió de las urnas no fue “más letra chica”; fue la expectativa de una transformación de vida: trabajo estable, salario que rinda, horizonte de progreso. Nadie votó a un verdugo. El electorado pidió aire y futuro.

La pobreza no es un misterio: hay salarios de miseria, empleos que no cubren la canasta básica y una economía que hace años empuja a la informalidad. Esa ecuación destruye el consumo, seca el crédito y asfixia a las pymes. Si el problema es empleo escaso y mal pago, la solución no es precarizar más, sino crear trabajo formal y bien remunerado. Reformar procedimientos sin expandir la demanda de trabajo es cosmética que agrava la enfermedad.

Resulta inadmisible el silencio —o la distracción— del peronismo, de los gremios y de buena parte del sistema sindical. Discutir cláusulas, multas e indemnizaciones mientras millones no llegan a fin de mes es no entender la urgencia. El movimiento que construyó derechos cuando primero construyó empleo y producción hoy luce encapsulado en una micropelea jurídica. La agenda real es otra: inversión, obra, exportaciones con valor agregado, y un puente masivo de capacitación hacia puestos que existan.

La “flexibilización” vendida como llave mágica espanta inversiones si no hay mercado, escala y reglas creíbles. Capital serio no llega a países que abaratan el trabajo para maquillar productividad. Llega donde hay demanda, infraestructura, previsibilidad y trabajadores formados. Perseguir el pleno empleo sin capacidad adquisitiva sería un doble fracaso: más gente ocupada para seguir siendo pobre. Eso no es modernización; es disciplinamiento.

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El pleno empleo no se decreta; se planifica. Implica alinear política fiscal y monetaria con una cartera de proyectos que traccione mano de obra: vivienda, agua y saneamiento, conectividad logística, energía, encadenamientos regionales (agroindustria, turismo del NOA, minería responsable, economía del conocimiento). Implica también compras públicas inteligentes que derramen en pymes y una diplomacia comercial que abra mercados para lo que podemos producir a escala.

Salarios y productividad deben caminar juntos, con negociación colectiva moderna, beneficios portátiles y justicia laboral rápida y previsible. Flexibilidad con derechos es eficiencia; flexibilidad sin derechos es pobreza programada. El siglo XXI requiere arreglos laborales diversos —teletrabajo, turnos comprimidos, reconversión continua—, pero todos anclados en un piso de dignidad que no se negocia.

Si el objetivo es empleo, la capacitación no puede ser un apéndice: debe ser el corazón del modelo. Transitar de planes sociales a planes laborales con certificaciones rápidas, prácticas pagadas y reconversión sectorial es clave para mover gente desde la informalidad hacia industrias que crezcan de verdad. Y el Estado debe medir cada mes lo que importa: empleos formales creados, salario del medio e informalidad. Si no mejoran, se ajusta el rumbo.

El peronismo tiene en su ADN la respuesta que hoy evita pronunciar: pleno empleo con salarios que sostengan demanda interna. Volver a esa arquitectura —con innovación, transparencia y métricas públicas— es el único camino para recuperar legitimidad. Callar o entretenerse con tecnicismos es abandonar a su base social a la intemperie y regalarle el sentido común a quienes confunden eficiencia con baratura.

La interpelación es directa: ¿quiere el peronismo volver a ser mayoría social o prefiere administrar nostalgias? ¿Será la fuerza que reordene el contrato entre trabajo, producción y bienestar, o quedará reducida a comentarista de proyectos ajenos? La sociedad ya habló. Toca escucharla: pleno empleo primero. Lo demás es secundario.

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