¿Quién pagará la reconstrucción de un país arrasado?

¿Quién pagará la reconstrucción de un país arrasado?

La narrativa oficial insiste en que “no faltan recursos, sobran gastos”. Sin embargo, cuando el jefe de Gabinete admite que los intereses de la deuda pública equivalen al 1,5% del PBI y que todo el salario del sector público nacional —médicos, docentes, fuerzas de seguridad y administración— representa apenas el 1,8%, la pregunta es inevitable: ¿cuál es el verdadero gasto que ahoga a la Argentina?

El drama es que ese 1,5% de intereses no corresponde a una deuda legítima de desarrollo, sino a la herencia envenenada de operaciones financieras ejecutadas por Luis Caputo. El mismo que hoy maneja la economía y ajusta salarios mientras endeuda al país para “reforzar reservas”, un eufemismo para repetir el ciclo perverso: entrar con deuda, generar una falsa calma cambiaria, destruir la producción y salir dejando un país más pobre que antes.

Ese modelo no se limita a números: se traduce en hospitales desfinanciados, como el Garrahan, donde profesionales que salvan vidas son tratados como “gasto superfluo” y deben soportar el cinismo de funcionarios que piden “paciencia” mientras se pasean por Disney. La “paciencia” que exigen es tiempo para completar la obra: desmantelar lo público y consolidar un mecanismo de transferencia de riqueza de abajo hacia arriba que pagarán hijos y nietos.

El ajuste ya pasó por comedores, jubilaciones, ciencia y educación. Ahora avanza sobre la salud infantil. El mensaje es claro: si pueden recortar un hospital que atiende al 50% de los niños con cáncer del país, nada está a salvo. Y para sostener esa crueldad sin promesas de mejora, el gobierno apela a la represión, multiplicando heridos y detenidos en las protestas semanales de jubilados y trabajadores.

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Este es un poder que no teme dejar morir a chicos ni golpear a ancianos con tal de garantizar la rentabilidad de un puñado de fondos y corporaciones. El Estado queda reducido a un cobrador de impuestos para acreedores externos, mientras la política opositora —atemorizada o subordinada— se muestra incapaz de articular un cauce para el descontento social creciente.

La discusión central ya no es Estado presente o eficiente, sino cómo financiar la reconstrucción tras este saqueo sin volver a sangrar al pueblo. Esa respuesta está en los grandes ganadores de la timba financiera y el extractivismo: quienes hicieron fortunas mientras el país se empobrecía. Allí, y no en el salario de un médico o en el presupuesto de un hospital, está el verdadero “gasto” que hay que revisar.

No es un debate técnico, sino moral. Porque lo que está en juego no es sólo la economía: es la supervivencia de un pacto social básico. El que garantiza que un niño reciba tratamiento, que un anciano cobre su jubilación, que un país pueda levantarse sin hipotecar su futuro. Si esa base se rompe, no habrá paciencia ni reservas que alcancen para recomponer lo que se pierde.

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