A días del 26 de octubre, la foto de opinión pública se movió como un sismo. La estrategia oficialista de “clavar el último clavo al cajón” del peronismo terminó saliendo por la culata. Con la corrupción que salpica a Karina Milei, el escándalo narco que arrastra a José Luis Espert y la campaña presidencial reducida a golpes de odio, la curva de imagen se reconfiguró: Cristina Fernández reaparece segunda y el peronismo recupera centralidad. Nunca hay que escupir para arriba.
La planilla que hoy circula —y que los propios operadores del mercado político miran con ceño fruncido— muestra un dato que ya nadie discute: Axel Kicillof encabeza la positiva neta. No es magia; es gestión, previsibilidad y un discurso económico sin estridencias. En paralelo, Cristina vuelve al podio: su imagen mejora cuando el contraste es con la inconsistencia, la improvisación y el papelón de una tropa de gobierno en guerra con la realidad.

Del otro lado, el oficialismo entra en zona roja. El “caso Karina” rompió el relato de pureza; el “caso Espert” pulverizó la coartada moral; y el show insultante del Presidente —ese deporte de pegarle a “los mandriles del kirchnerismo”— perdió efecto boomerang: reforzó a su base dura pero espantó al votante cansado que pide soluciones y decoro. El resultado es un derrape de imagen que ya no se arregla con tuits ni promesas de swaps que jamás llegan.
El dato fino es implacable: Milei y su entorno muestran saldos negativos crecientes; Bullrich y Macri no consiguen salir del subsuelo reputacional; Villarruel paga el costo de cogobernar sin amortiguadores. En términos de management político, el activo “confianza” se depreció; el pasivo “riesgo” se disparó. Y cuando el costo de capital reputacional sube, ningún plan —ni bueno ni malo— sobrevive a la ejecución.
¿Por qué repunta el peronismo? Porque el votante compara. Compara precios, sueldos, empleo y, sobre todo, seriedad. Entre un gobierno que improvisa y una oposición que ordena, gana quien proyecta gobernabilidad. Kicillof capitaliza obra, cercanía y control de daños; Cristina reabsorbe parte de la memoria de bienestar y estructura. La promesa peronista vuelve a sonar conocida: salario por encima de la inflación, industria en marcha, ancla territorial, negociación sin circo.
El cambio de humor se explica también por la economía doméstica. La recesión muerde, la plata no alcanza y el “plan motosierra” se volvió sinónimo de más ajuste con menos resultados. Mientras Caputo peregrina por Washington rogando oxígeno, el Presidente ensaya recitales y metáforas incendiarias. La escena es demencial para la PyME, el productor, el laburante y el comerciante: sin crédito, sin ventas y sin hoja de ruta.

Políticamente, esta es la moraleja: la identidad no se destruye con slogans ni carpetazos; se derrota con gestión y votos. El peronismo no murió; se reagrupó. La sociedad no compró el odio perpetuo; exige soluciones concretas: empleo formal, precios previsibles, tarifas pagables, escuela y salud que funcionen, seguridad sin bravuconadas. Frente a eso, el oficialismo llegó al límite de su narrativa.
El 26/10 no será un pleito de consignas sino un referéndum sobre capacidad de gobierno. La imagen es un KPI que anticipa caja: con reputación perforada no hay acuerdos, con acuerdos sí hay estabilización posible. Por eso el tablero se volcó: el peronismo hoy aparece como la opción más apta para ordenar, negociar y volver a crecer; el oficialismo, como un experimento agotado.
Moraleja final, sin vueltas: cuando la realidad manda, el marketing muere. Y hoy la realidad le está diciendo al poder de turno que el país no se conduce con insultos ni con shows; se conduce con política, datos y resultados.