En la Argentina real —la del changueo, la del pluriempleo, la del “te anoto por unas horas nomás”— el 50% de los trabajadores están o han estado en negro alguna vez en su vida laboral. No porque lo hayan elegido, sino porque el sistema los obligó a aceptar lo que había: un patrón que no quería “hacer los papeles”, una PyME que no podía, un oficio que nadie registró. Por eso, la decisión del Gobierno Nacional de eliminar la moratoria previsional es una bofetada a la historia de millones que trabajaron toda su vida sin figurar en una planilla.
Lo que se está gestando no es una reforma previsional: es una exclusión masiva con firma oficial. Significa que quien no haya tenido el privilegio de un empleo formal y sostenido, no tendrá derecho a una jubilación. Y seamos sinceros: eso en Argentina no es la excepción, es la regla. Es la empleada doméstica que trabajó décadas sin aportes, el albañil que pasó por cientos de obras sin recibo, la vendedora ambulante que nunca fue reconocida. Todos ellos serán arrojados a la vejez sin ingresos, sin cobertura, sin dignidad.
LA VEJEZ COMO CASTIGO
La moratoria previsional no fue un capricho del Estado. Fue un acto de reparación ante una injusticia estructural, un puente para incluir a los que fueron excluidos por un sistema laboral roto. Gracias a esa herramienta, millones de adultos mayores hoy cobran una jubilación mínima que, aunque insuficiente, les permite comer, comprar sus medicamentos y no depender completamente de otros.
Eliminar la moratoria es algo más que un ajuste fiscal: es una condena social. Significa decirle a un abuelo que trabajó de feriante, de portero, de cuidadora: “como tu empleador no te registró, vos no merecés cobrar nada”. Es institucionalizar la indiferencia. Es castigar a los pobres por haber sido pobres.
EL ESTADO COMO VERDUGO
En una plaza frente al Congreso, cientos de jubilados enfrentan a las fuerzas de seguridad con una dignidad que estremece. Vienen a reclamar lo básico: que no los condenen a la miseria, que no les roben lo que no tienen. Y la respuesta es otra vez la misma: represión, desprecio, indiferencia.
¿Qué clase de república deja morir a sus viejos en silencio? ¿Qué país se atreve a medir la justicia en función de aportes cuando sabe que la mitad de su economía es informal por responsabilidad del propio Estado?
Hay una violencia institucional que no se ejerce con palos ni balas, sino con decretos que cierran puertas, con leyes que quitan derechos, con discursos que demonizan a quienes más necesitan ser abrazados.
PASTORALMENTE INADMISIBLE, POLÍTICAMENTE COBARDE
Desde una mirada humana, ética y pastoral, abandonar a los adultos mayores que no cumplen con los años de aportes es una decisión cruel, inhumana y estructuralmente clasista. Significa privilegiar a los que tuvieron trabajos registrados —muchas veces sin mayor esfuerzo— y castigar a los que hicieron malabares toda su vida para sobrevivir.
Desde lo político, es una jugada cobarde: se ajusta a los más débiles, mientras se mantienen privilegios para jueces, funcionarios y sectores concentrados. No hay épica en empobrecer viejos, no hay mérito en dejar sin nada a los que siempre tuvieron poco.
LO QUE VIENE
Si la moratoria desaparece, lo que viene es un ejército de adultos mayores sin ingresos, sin coberturas, sin futuro. La exclusión se transformará en norma y la vejez dejará de ser una etapa de descanso para convertirse en un nuevo infierno cotidiano.
Este Gobierno habla de libertad. Pero la libertad sin dignidad es un espejismo. No hay libertad con hambre. No hay libertad sin techo. Y no hay libertad si al final del camino la única recompensa que recibe un trabajador es el olvido.