En pleno siglo XXI, regirse por el librito doctrinario de un economista austríaco del siglo pasado no solo resulta anacrónico, sino profundamente peligroso. Javier Milei gobierna desde un dogma: el mercado como religión, el Estado como enemigo, y la vida social como una molestia. La reducción drástica del rol estatal, la desregulación salvaje, y la liberalización económica sin red de contención no han generado prosperidad, sino pobreza. Y en este experimento fallido, el rostro humano desaparece: no hay lugar para los jubilados, los médicos, los maestros ni las infancias.
La Argentina de Milei no tiene plan, tiene un credo. El problema es que la realidad no entra en ese credo sin romperse. El salario mínimo no alcanza para una empanada. Los médicos del Garrahan trabajan 68 horas por semana por menos de 3.000 pesos la hora. Los comedores populares, sostenidos históricamente por organizaciones sociales, fueron desfinanciados y reemplazados por ONGs afines al poder, que ahora cierran por falta de fondos. La respuesta oficial no es asistencia, es represión y desdén. El mensaje es claro: sobreviví como puedas, el mercado se encargará del resto.
Empanadas y empobrecimiento
El símbolo de esta tragedia es tan simple como brutal: las empanadas. Ricardo Darín dijo, con el tono calmo de quien observa sin interés partidario, que ya ni para tres empanadas alcanza. La respuesta gubernamental fue un ataque brutal, típico del poder autoritario: ridiculización, insultos, manipulación. Se quiere imponer el miedo a disentir, incluso en lo anecdótico, porque en lo anecdótico se cifra la verdad estructural: los argentinos están empobrecidos, expulsados del contrato social.
La desregulación avanza incluso sobre el derecho a una alimentación segura: el gobierno permite, por decreto, que las tapas de empanadas no cumplan con las normas de salud pública. Es un ejemplo perfecto del capitalismo sin controles: un Estado que entrega el cuerpo de los ciudadanos al mercado. Más barato, más tóxico, más rentable.
Una democracia convertida en plan de negocios
Lo que vivimos no es un experimento liberal, sino una demolición institucional. El gobierno de Milei gobierna por decreto, ataca al Congreso, al Poder Judicial, a la prensa, a los artistas, a los sindicatos y a cualquier expresión de autonomía social. No hay diálogo posible: solo obediencia o enemigo. Y mientras tanto, se endeuda al país con velocidad alarmante, se importan alimentos mientras se destruye la producción local, y se reprime el derecho a huelga. La CGT, en silencio. La oposición, en shock.
Y ahí entra la otra cara del fracaso: el peronismo. En un momento donde debería constituirse en alternativa sólida, el movimiento está atrapado en una parálisis cognitiva y política. Incapaz de presentar propuestas claras, de movilizar su base, o de defender a sus propios gobernadores, se limita a sobrevivir. Milei avanza porque la resistencia es un murmullo.
El siglo XXI no se gobierna con fórmulas del siglo XIX
Austríacos como Mises o Hayek fueron pensadores clave del liberalismo clásico, pero gobernar en 2025 exige otra cosa. El mundo enfrenta desafíos nuevos: automatización, cambio climático, tensiones geopolíticas globales, desigualdades extremas, pandemias y crisis de representación. Creer que desregulando el mercado todo se resuelve es tan absurdo como usar velas en una central eléctrica.
El rostro humano de la política no es una debilidad: es su condición de posibilidad. Gobernar es armonizar intereses, construir puentes, cuidar, garantizar derechos y proyectar futuro. Milei hace todo lo contrario: divide, destruye, desprecia y niega.
La pregunta ya no es si el modelo liberal funciona. La pregunta es si la Argentina puede resistirlo sin perder su alma.