Tarifas por las nubes, salarios por el piso: la reforma laboral que corta el hilo por lo más fino

Tarifas por las nubes, salarios por el piso: la reforma laboral que corta el hilo por lo más fino

Cuando hasta Domingo Cavallo advierte que la reforma laboral “no influirá significativamente sobre el nivel de actividad económica ni sobre la inflación en el corto plazo”, algo está muy mal en el diagnóstico oficial. No lo dice un sindicalista, ni un economista “populista”: lo dice el padre de la convertibilidad, alguien a quien hoy buena parte del establishment mira con nostalgia. Si ni siquiera él cree que esta reforma sirva para sacar a la economía del estrés en que está metida, ¿para qué se la impulsa con tanta ferocidad?

La respuesta es incómoda, pero transparente: no estamos frente a un intento de “modernizar” el mercado de trabajo, sino frente a un mecanismo de traslado de ingresos desde los que menos tienen hacia los que más tienen. Y además, en el peor contexto posible: recesión profunda, industria en caída, consumo desplomado y tarifas por las nubes. En Argentina, el principal problema de costo hoy no es el salario del trabajador; son la energía, los impuestos distorsivos, las tasas financieras y la inestabilidad macro. Pero el Gobierno elige, otra vez, cortar el hilo por lo más fino.

El corazón de la reforma es brutal: se desfinancia el sistema jubilatorio para abaratar despidos. El famoso FAL –Fondo de Asistencia Laboral– no es otra cosa que plata que hoy va a la seguridad social y que se redirige para pagar indemnizaciones más baratas. Es decir: se le saca a jubilados que ya están por debajo de la línea de indigencia para que las empresas puedan despedir más fácil y más barato. Es difícil encontrar una señal más clara de cuál es la escala de prioridades del modelo.

Desde la perspectiva del trabajador, el mensaje es devastador:
– Tu jubilación vale menos.
– Tu indemnización ya no será un derecho fuerte, sino un costo que el Estado te “subsidia” al empleador.
– Tus condiciones de trabajo se “flexibilizan”: banco de horas, jornadas de hasta 12 horas, vacaciones fragmentadas, salarios que pueden pagarse en especie o en “créditos”.
Y, para colmo, todo esto en un país donde el empleo no crece porque no hay demanda, ni crédito, ni horizonte productivo, no porque la ley laboral sea “dura”.

Mientras tanto, el otro lado de la ecuación –la estructura de costos empresariales– ni se toca en serio. Las facturas de luz y gas de una panadería, una metalúrgica o un frigorífico pesan más que cualquier paritaria. Las tasas financieras hacen inviable el capital de trabajo de miles de pymes. El dólar caro para importar insumos, pero atrasado para exportar valor agregado, estrangula la competitividad real. Sin embargo, el discurso oficial insiste en que el problema son las “rigideces laborales” y la “industria del juicio”. Es una coartada, no un análisis.

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El resultado ya se ve en la calle: cierres de plantas, adelantos de vacaciones, suspensiones, turnos que se apagan, fábricas que se reconvierten en meras importadoras. Lo están diciendo los propios industriales: muchos prefieren dejar de producir y traer productos terminados del exterior antes que seguir apostando a un esquema que los asfixia por tarifas, impuestos y tasas, y ahora les ofrece como “compensación” la posibilidad de despedir barato. Eso no es un modelo de desarrollo, es un programa ordenado de desindustrialización.

Del lado del trabajador, la reforma también cambia algo más profundo que un artículo de ley: la identidad social del asalariado. Deja de ser “trabajador con derechos” para convertirse en “colaborador”, “socio”, “usuario” de una aplicación, “prestador de servicios” sin vacaciones, sin aguinaldo, sin indemnización robusta, sin negociación colectiva efectiva. Es una vuelta a la servidumbre por otras vías: el mozo, la empleada de casas particulares, el repartidor de apps, el chofer, todos quedan más expuestos a la voluntad unilateral del empleador, sin paraguas real del Estado.

Todo esto se intenta vender como un “camino a la modernidad” mientras se destruye la base misma de cualquier economía que aspire a incluir: industria, mercado interno, salarios que empujen el consumo, educación pública robusta, ciencia y tecnología. Ajuste permanente sobre jubilados, empleados públicos, investigadores, docentes, y ahora sobre los trabajadores del sector privado. Tres años seguidos de ajuste no son un plan de estabilización; son un mecanismo de demolición social.

La paradoja es evidente: en nombre de “bajar costos” se golpea donde menos impacto tiene sobre la competitividad sistémica –el derecho laboral– y se deja intacto el núcleo duro de la inflación argentina: concentración económica, puja distributiva desigual, tarifas dolarizadas, sistema financiero parasitario, fuga de capitales. El resultado no será más empleo, sino más temor, más rotación, más precariedad y menos consumo, lo que a su vez hundirá todavía más al aparato productivo.

Desde el punto de vista del trabajador, esta reforma no es una puerta de entrada al empleo: es un empujón hacia afuera de la red de contención social. Si el empleo no crece y la economía no se expande, flexibilizar solo sirve para repartir mejor el ajuste… pero siempre hacia abajo. Y si además se financia con el bolsillo de los jubilados, el mensaje es tan cruel como transparente: en este esquema, la vida del que trabaja y del que trabajó toda su vida vale cada vez menos.

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La discusión de fondo no es si hace falta actualizar normas laborales –toda sociedad viva revisa sus leyes–, sino qué modelo de país se quiere construir. Uno basado en salarios de miseria, jubilaciones licuadas, fábricas vacías y productos importados, o uno que apueste a energía accesible, crédito productivo, impuestos inteligentes, ciencia, educación y trabajo formal bien pago. La reforma que hoy se impulsa eligió el primer camino. Y es responsabilidad de sindicatos, pymes, movimientos sociales y ciudadanía organizada poner un límite antes de que no quede nada por defender.

¿Desde que asumió Javier Milei, ¿tu situación económica personal?

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