La foto es nítida y nada amable: un tipo de cambio sostenido a pura tasa, futuros e intervenciones quirúrgicas, y un Banco Central sin poder de fuego suficiente para dar garantías. Gabriel Rubinstein lo sintetiza con crudeza: no hay muchas opciones cuando la fragilidad cambiaria domina—subir la tasa para aplacar el dólar o exponerse a que golpee el techo y obligue a vender divisas que no sobran. Esa no es una estrategia; es una estrategia de supervivencia.
El corazón del problema no es electoral, es macro y de reservas. El mercado no compra relatos: quiere ver dólares en el BCRA—para honrar vencimientos y para estabilizar el frente cambiario. Si ese colchón no existe, cualquier esquema de bandas termina siendo un techo frágil y un piso inexistente. Hoy nadie cree en un regreso a 940; todos miran el borde superior. Con esta asimetría, la política de tasas solo alimenta carry trade y pospone el ajuste de precios relativos.
Rubinstein subraya otro error de base: diseño de régimen cambiario sin ancla ni reservas y comunicación zigzagueante. Se prometió acumulación tras el acuerdo con el FMI; luego se relativizó; después se compró caro. Resultado: riesgo país alto, paridad de bonos convaleciendo, expectativas frágiles. El mensaje que recibe el mercado es simple: no hay convicción ni consistencia.
¿Y después de las elecciones? La aritmética manda. Si no baja significativamente el riesgo país y no aparece un programa creíble para recomponer reservas, la banda será una camisa de fuerza: o se vende lo que no se debe, o se cambia el régimen. Rubinstein lo plantea sin eufemismos: la salida más lógica sería más flotación (vigilada), con intervención solo ante disrupciones y a precios mucho más altos que el techo actual. Pero para “vigilar” hace falta capacidad de fuego; sin dólares, la flotación “libre” es apenas otra palabra para vulnerabilidad.
A esto se suma la mala praxis de objetivos: decir “emisión cero” mientras se convalida la inflación con expansión de la base y pasivos remunerados, o negar la debilidad de reservas mientras se las necesita para sostener expectativas. El mercado no castiga por ideología; castiga por inconsistencia. Y la inconsistencia, en Argentina, se paga con más tasa, menos crédito, más parálisis y peor distribución.
El oficialismo puede aspirar a estirar el esquema hasta la elección; lo difícil es sostenerlo después. Si gana, no alcanza con “seguir igual”; si pierde, la inercia es inviable. En ambos casos, el dilema es el mismo: acumular reservas de verdad, ordenar el régimen cambiario, bajar la dependencia de la tasa y reconstruir credibilidad. Sin ese giro, el techo frágil seguirá marcando el pulso de una economía que vive colgada de alfileres.