Mientras en Argentina se vive una jornada de paro general, con trabajadores que reclaman por sueldos que no alcanzan y jubilados que no pueden comprar medicamentos, en otro rincón del planeta un viejo conocido del show político internacional volvió a ponerse en el centro de la escena: Donald Trump, quien, sin ningún pudor, aseguró que «más de la mitad del mundo está desesperada por besarle el culo».
Sí, lo dijo así. Con ese tono entre megalomaníaco y vendedor de humo que lo caracteriza, el expresidente estadounidense se jactó de que mandatarios de todo el mundo —“más de 75 países”, según él— lo llaman, suplican, ruegan por un acuerdo. El exmagnate reciclado en político no solo presume de controlar el comercio global, también cree ser el ombligo de la geopolítica planetaria. Un ombligo que, si se rasca, cae una lluvia de aranceles del 125% a China o se estornuda un default en la Argentina.
En ese delirio ególatra, Trump menciona a los líderes que “lo besan” y los que “no”. ¿Adivinen dónde entramos nosotros? En la categoría de los que ni siquiera importamos. Pese a la devoción explícita de Javier Milei, que fue a rogar una selfie a un evento libertario en EE.UU., Argentina no recibió ni un guiño especial, y fue incluida en el paquete de países castigados con un arancel del 10% como si fuéramos una isla llena de pingüinos sin voz ni voto. En los hechos, Milei besó el aire, mientras Trump seguía firmando barreras comerciales que podrían pulverizar nuestra ya golpeada economía industrial.
Y es en este contexto donde cobra aún más sentido el paro nacional convocado por la CGT. Porque mientras afuera llueven aranceles, adentro se seca el plato de comida. Mientras Trump delira con su ego inflado, los trabajadores argentinos enfrentan el ajuste más brutal en décadas. El consumo de carne está en mínimos históricos, la leche ya es un lujo, y los jubilados desfilan cada miércoles pidiendo lo que debería ser suyo por derecho: remedios, atención médica, dignidad.
La economía nacional se achica, las reservas del Banco Central se esfuman —más de 4.800 millones de dólares desde diciembre— y se invierten más fondos en sostener el dólar financiero que en todo el sistema universitario argentino. Mientras tanto, el gobierno, que se precia de “amigo” de los Estados Unidos, se limita a bajar aranceles en plena guerra comercial internacional, justo lo opuesto de lo que hacen sus “aliados”.
Es decir, ni somos socios de nadie ni nos defendemos de nadie. Estamos como títeres sin guión en medio de un conflicto global que ya muestra sus dientes: Estados Unidos quiere que todos elijan su bando contra China, y si no lo hacen, les cierra el comercio. China, por su parte, contesta con represalias a empresas norteamericanas y una retórica firme: “¿Querés guerra? Estamos listos hasta el final”.
En el medio de ese choque de titanes, Milei reduce la política exterior a una postura ideológica, y entrega sin condiciones la soberanía económica del país. ¿El resultado? Nos metieron en el revoleo con pingüinos, nos clavaron el mismo arancel que a nuestros principales competidores, y no conseguimos ni una foto, ni un beneficio.
En Argentina, la narrativa oficial sigue hablando de libertad mientras se persigue a quien protesta. Mientras en las estaciones de tren se amenaza por altavoz a quienes adhieren al paro, el ajuste avanza sin anestesia: más de 15 meses consecutivos de caída del consumo, salarios pulverizados, universidades al borde del colapso y millones de argentinos sobreviviendo con tres trabajos para apenas llegar a fin de mes.
Y mientras Trump se ufana de que el mundo se arrodilla ante él, la pregunta para nuestro país es simple:
¿hasta cuándo vamos a agachar la cabeza?.