El mundo está experimentando un realineamiento geopolítico sin precedentes. Donald Trump, con su renovado ímpetu proteccionista y su voluntad de redefinir el rol de Estados Unidos en el tablero global, está provocando una fractura en Occidente que, hasta hace poco, parecía impensada. La reciente resolución en la ONU, con EE.UU. alineado con Rusia y China y la abstención de Francia y Reino Unido, deja en evidencia que la hegemonía atlántica ya no es lo que era. La relación con Europa, que en su momento fue estratégica, se ha degradado hasta el punto en que ni siquiera se simula una alianza real. En este contexto, Javier Milei, el presidente argentino que hasta hace poco se posicionaba como un ferviente aliado de Occidente y defensor de Ucrania, ha dado un giro radical: ahora busca la bendición de Trump y, en el camino, se acerca peligrosamente a Vladimir Putin.
Milei necesita con desesperación el favor de Washington para negociar con el FMI, especialmente ante la falta de inversiones genuinas en Argentina y el creciente descontento social. Sin el respaldo de Trump, su margen de maniobra se reduce drásticamente, y la caída de su gobierno podría acelerarse. Este cambio de posición no es gratuito: su gobierno, que había apoyado abiertamente a Ucrania en el conflicto con Rusia, ahora matiza su postura, evitando condenar a Putin y facilitando un discurso más amigable con el Kremlin. Esta pirueta geopolítica tiene una motivación clara: Trump ya no es el garante del bloque occidental tradicional, y la reconfiguración planetaria exige lealtades maleables.
La situación en Argentina es aún más explosiva de lo que parece. El escándalo del «criptogate» amenaza con convertirse en el Watergate del siglo XXI, con ramificaciones que podrían sacudir el propio gobierno de Milei. La investigación del FBI sobre el presunto lavado de dinero a través de criptomonedas, en la que están involucradas figuras cercanas al presidente, está a punto de estallar. Hasta ahora, la pericia de Luis Caputo ha logrado mantener a flote la economía con medidas de emergencia y con la complicidad del establishment financiero internacional. Sin embargo, el margen de maniobra se achica con cada nueva revelación. Federico Sturzenegger, por su parte, continúa promoviendo desregulaciones agresivas que benefician a sectores concentrados, pero que no logran generar el shock de confianza prometido.
Mientras Argentina enfrenta un futuro incierto, el mundo se adapta a la nueva doctrina de Trump. Europa, debilitada por la crisis económica y la incapacidad de articular una respuesta unificada, se muestra cada vez más vulnerable. Alemania, bajo el liderazgo de Friedrich Merz, titubea entre su compromiso con la OTAN y la necesidad de evitar una confrontación directa con Rusia. Macron, resignado, acepta el papel de testigo en un proceso de paz que ya no controlan ni Bruselas ni Washington. La abstención francesa y británica en la ONU confirma que la unidad occidental ha dejado de existir, y que Europa se enfrenta a un divorcio geopolítico con Estados Unidos que marcará el futuro del siglo XXI.
En este nuevo orden mundial, las reglas están cambiando. Trump ha demostrado que el viejo paradigma de alianzas inquebrantables ya no es viable. El pragmatismo se impone sobre los principios, y figuras como Milei, que prometieron ser la avanzada del «mundo libre», ahora se acomodan a la realpolitik con la esperanza de garantizar su propia supervivencia. La pregunta es cuánto tiempo podrán sostener esta estrategia antes de que las contradicciones se vuelvan insostenibles y la realidad termine por alcanzarlos.