“Un país en modo abandono: rutas rotas, hospitales al límite y un Estado que solo aparece para cobrar impuestos”

“Un país en modo abandono: rutas rotas, hospitales al límite y un Estado que solo aparece para cobrar impuestos”

La postal se repite de Jujuy a Tierra del Fuego: rutas detonadas, hospitales sin insumos, escuelas que se caen a pedazos, trenes y colectivos cada vez más caros y menos frecuentes. Mientras tanto, el Estado nacional aprieta donde más duele: sube impuestos, aumenta tarifas, ajusta transferencias a las provincias y recorta obra pública. En nombre del “déficit cero” se está instalando algo mucho más grave: un país en modo abandono, donde la vida cotidiana de millones de argentinos se vuelve una carrera de obstáculos.

El ajuste sobre la obra pública fue brutal: el gasto en infraestructura se desplomó más de 80% interanual en términos reales, con licitaciones paralizadas, contratos frenados y obras estratégicas detenidas o directamente dadas de baja. Esas decisiones tienen nombre y apellido en la realidad: rutas sin mantenimiento, puentes sin reparar, caminos rurales intransitables, barrios que nunca terminan de recibir agua potable o cloacas. Lo que hoy se “ahorra” en planillas de Excel se pagará después en vidas humanas, accidentes, pérdidas de producción y aislamiento de comunidades enteras.

En salud, el panorama es igual o peor. El presupuesto sanitario nacional cayó con fuerza en términos reales, al mismo tiempo que los hospitales públicos reciben cada día más pacientes expulsados de prepagas que aumentan por encima de la inflación y de salarios que corren desde atrás. Faltan insumos, medicamentos y personal en guardias saturadas. Hay provincias que denuncian demoras o recortes en la provisión de medicamentos oncológicos y tratamientos de alta complejidad que dependen de programas nacionales. La ecuación es letal: más demanda, menos recursos y un Ministerio que mira planillas antes que camas ocupadas.

La educación pública, ya golpeada por años de desfinanciamiento, sufre otro mazazo. El presupuesto educativo real se redujo fuertemente, con programas clave —como infraestructura escolar, conectividad y asistencia a provincias— achicados o directamente desfinanciados. Mientras se congela o licua el envío de fondos nacionales, las escuelas siguen con filtraciones, instalación eléctrica precaria, falta de calefacción o ventilación y escasez de materiales básicos. La famosa “meritocracia” queda en slogan vacío cuando miles de chicos estudian en edificios indignos del siglo XXI.

En transporte, el combo ajuste + tarifazo está reventando a usuarios y a empresas por igual. La quita y reducción de subsidios al transporte automotor y ferroviario disparó el costo del boleto para millones de trabajadores, estudiantes y jubilados, al mismo tiempo que muchas líneas del interior quedaron al borde del colapso por ingresos insuficientes para sostener frecuencias y recorridos. El resultado: menos colectivos, más espera, más viaje colgado de la puerta y más dificultad para llegar al trabajo, a la escuela o al hospital.

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La escena de las rutas es un símbolo de época. Ingenieros viales vienen insistiendo en que el mantenimiento preventivo de caminos es infinitamente más barato que tener que reconstruirlos desde cero cuando ya están destruidos. Sin embargo, se recortan partidas de conservación, se abandonan contratos de bacheo y se trasladan responsabilidades a concesionarias que priorizan caja por sobre seguridad. El número es contundente: el costo de rehacer una ruta puede ser casi 10 veces mayor que mantenerla en condiciones adecuadas, pero el ajuste elige la miopía: cortar hoy aunque el país pague mañana.

También hay un abandono silencioso, menos visible que un pozo en la ruta pero igual de corrosivo: la retracción del Estado en los territorios más vulnerables. Menos presencia de programas sociales, menos relevamiento de necesidades, menos cuadrillas arreglando veredas, plazas, espacios deportivos, centros comunitarios. El mensaje que llega a los barrios es claro: “arréglense como puedan”. Y cuando el Estado se borra, no aparece la “magia del mercado”: se afianzan el narco, el delito organizado, la usura y todas las formas posibles de explotación de la necesidad ajena.

Mientras tanto, ARCA y los organismos recaudadores no se ausentan. Al contrario, se vuelven más activos y agresivos con monotributistas, pymes y trabajadores formales, intentando compensar la caída de la recaudación generada por la misma recesión que el ajuste profundiza. El Estado que se retira de la salud, de la educación y de la infraestructura es el mismo que se planta inflexible cuando se trata de cobrar impuestos, tasas y contribuciones. Es el Estado mínimo para derechos y máximo para castigar a quienes producen, emprenden o simplemente intentan sobrevivir.

La paradoja es obscena: se habla de “eficiencia”, “modernización” y “racionalidad económica”, pero lo que se consolida es un modelo de precariedad estructural. Un país donde enfermarse es un lujo, estudiar es una odisea, viajar es un privilegio y transitar una ruta nacional es una ruleta rusa. La degradación de los servicios esenciales no es un daño colateral: es parte del diseño de un Estado reducido a gendarme del ajuste fiscal y cobrador de impuestos, renunciando a su rol básico de garante de la vida digna.

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Si este rumbo no se corrige, el costo social será gigantesco y, lo que es peor para los propios defensores del ajuste, también el costo económico. Ningún proyecto productivo serio se sostiene con caminos destruidos, hospitales colapsados, sistema educativo desfinanciado y transporte en crisis permanente. El mercado necesita Estado para funcionar; lo que se está haciendo hoy es dinamitar justamente las bases materiales que permiten producir, comerciar, educar y cuidar. Es hora de decirlo sin vueltas: un país en modo abandono no es un país libre, es un país en cuenta regresiva.

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