Después de años de sacrificio, promesas incumplidas y un Estado corroído por la corrupción, el pueblo argentino llega a las elecciones de octubre con una mezcla de hartazgo y desesperanza. El remedio, encarnado en la figura mesiánica de Javier Milei, terminó siendo peor que la enfermedad: ajustes brutales, un proyecto económico que profundiza la desigualdad y un discurso que confunde violencia con libertad.
El filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi lo advierte con lucidez: el fascismo opera como una anfetamina para la depresión colectiva. Funciona por un tiempo, genera euforia, promete salvación instantánea, pero luego deja el vacío y el colapso. Milei es, en este sentido, el emblema perfecto de una época que naturaliza la crueldad como terapia social.
Vivimos en un país donde el dolor se maquilla con slogans y donde la juventud, despojada de horizontes, se aferra a un espejismo que no resuelve su angustia. La metáfora de Berardi resuena con fuerza: Gaza es Auschwitz con cámaras. Todo ocurre frente a nuestros ojos y la humanidad, impotente, asiste a la ferocidad convertida en norma. En la Argentina, esa ferocidad se traduce en odio político, precarización y la transformación de ciudadanos en consumidores de un simulacro libertario.
La pregunta es inevitable: ¿puede un pueblo reconstruirse en medio del desencanto y la manipulación? ¿Podrán los jóvenes argentinos procesar su angustia sin caer en la “metanfetamina Milei”, que ofrece euforia fugaz a cambio de hipotecar el futuro?
En octubre, la decisión no será solo electoral: será existencial. Entre la corrupción de siempre y la crueldad disfrazada de libertad, queda abierta la posibilidad —y la esperanza— de que el pueblo elija otra cosa: dignidad, comunidad, futuro.