Kicillof o la rebelión contra la madre: el peronismo empieza a romper el hechizo

Kicillof o la rebelión contra la madre: el peronismo empieza a romper el hechizo

Perico Noticias // Cristina Fernández de Kirchner fue durante casi dos décadas la referencia absoluta del peronismo. Dueña de la última narrativa épica que pudo enamorar voto popular en escala nacional, jefa emocional, jefa doctrinaria, jefa moral. Pero lo que hoy está ocurriendo en el peronismo —y que muchos analistas quieren reducir a “interna”— no es una simple disputa de cargos. Es una fractura histórica: el sistema de poder construido alrededor de Cristina está chocando con la necesidad de nacimiento de una nueva conducción. Y Cristina no lo está permitiendo. Eso es lo que vuelve dramática esta hora. Eso, y nada más, explica por qué el peronismo todavía no se reorganiza después de la derrota.

El artículo “El ocaso de Cristina: triste, solitario y final”, publicado por Daniel Salmoral, instala justamente esa hipótesis: la derrota no es sólo electoral, es biológica, es histórica, es cultural. Es el fin de una era. Cristina quedó sola, sin escudo político territorial y sin estructura de proyección nacional que demuestre capacidad de recuperar mayorías. Pero más grave: no acepta que aparezca otro nombre por encima del suyo. Ni siquiera acepta que aparezca por encima de su propio hijo. Y ahí está el núcleo del conflicto.

El límite ya no es Milei. El límite es Cristina

El mileísmo ganó volumen y desplazó al peronismo incluso en zonas donde hasta hace poco eso era impensable. Hubo bancas que se perdieron, territorios que se daban por “blindados” y que ya no lo están, y un corrimiento cultural que es profundo: el electorado castigó al peronismo clásico incluso en la provincia de Buenos Aires, donde parecía blindado. Eso está en la nota de Salmoral: el mapa político cambió, y cambió contra la matriz kirchnerista.

El punto es que Cristina lee esa derrota como traición ajena, nunca como agotamiento propio. Se ubica, otra vez, como víctima. No se mira como freno. Y cuando el liderazgo envejece pero no se retira, lo que hace no es cuidar la herencia: es bloquear el reemplazo.

Cristina está hoy parada en una lógica maternal posesiva: “Si el peronismo va a sobrevivir, va a sobrevivir bajo mi apellido”. Lo intolerable para ella no es perder contra Milei. Lo intolerable es que otro peronista gane sin pedirle permiso. Mucho menos si ese “otro” genera una corriente de masas que ya no necesita pasar por su bendición.

Eso se llama narcisismo político terminal. Y, cuando aparece, siempre se lleva puestos partidos completos.

El heredero que no entusiasma y el heredero que sí

La primera línea de sucesión que Cristina siempre visualizó fue La Cámpora: Máximo Kirchner como articulador nacional, la orgánica, el dispositivo. Pero la verdad es que el dispositivo no enamora. No enamora a los trabajadores pobres, no enamora a los jóvenes que cayeron en la informalidad total, no enamora a la clase media endeudada que está al borde de la quiebra financiera doméstica. Ese votante ya no quiere liturgia: quiere defensa material y respeto.

Acá entra Axel Kicillof.

Kicillof apareció con algo que el peronismo no venía ofreciendo desde hace mucho: honestidad percibida, gestión visible y —esto es crítico— ausencia de prontuario. Gobernador sin causas de corrupción abiertas en su contra, con relato anti-ajuste, con lenguaje económico que la gente entiende (“nos están desfinanciando la escuela pública, nos están pateando el salario a la lona”) y con capacidad de generar empatía real con intendentes, jefes territoriales y capas populares que se sienten castigadas por el ajuste libertario.

Ese activo es extraordinario en el mercado político argentino actual: un dirigente que parece limpio y que además pelea. Eso cotiza. Y cotiza alto.

Cristina lo sabe. Y eso, justamente eso, la aterra.

Porque un Kicillof presidencializable implica, para ella, algo insoportable: que el liderazgo del peronismo pase de la lógica de apellido-herencia a la lógica de representación social presente. Significa que el centro de gravedad doctrinario ya no sería “Cristina, guardiana de la memoria” sino “Axel, defensor de los castigados hoy”. Y eso liquida el culto personal.

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Peronismo real vs. peronismo de museo

Acá hay que hablar sin romanticismo.

El peronismo histórico tuvo, cuando fue sano, tres virtudes:

  • Fue herramienta de movilidad social real.
  • Fue estructura de defensa frente a la humillación cotidiana del laburante.
  • Fue canal de reconocimiento para los de abajo. Te decía: “Vos valés. Vos sos el sujeto político”.

Ese peronismo siempre fue más que salarios. Fue dignidad. Fue reconocimiento simbólico sobre los sectores que el sistema trataba como descartables. Eso es combustible identitario. Eso da pertenencia.

Lo que vivimos hoy en la Argentina es exactamente el problema que describe la teoría del “pobre de derecha” (Formato 10): una masa creciente de trabajadores precarizados, endeudados, humillados en su día a día, que ya no se sienten protegidos por nadie. La desprotección se vuelve humillación. La humillación se vuelve bronca. Y esa bronca no se canaliza contra los verdaderos responsables del modelo económico, sino contra otro pobre, otro más débil, otro “culpable inventado”: el planero, la mujer pobre, el migrante, el vecino boliviano, el pibe moreno de la esquina. Esa bronca desviada es mercancía política de la extrema derecha en todo el mundo. Y acá también.

Cuando el peronismo no está ahí para abrazar esa herida y decir “tu problema no sos vos”, la derecha dura llega y dice: “El problema es el otro pobre”. Y gana.

El mileísmo ganó en parte así: explotando la angustia de millones que sienten que fracasaron, que los dejaron solos, que nadie los respeta, que nadie los reconoce. Les vendió el manual completo del resentimiento ordenado: la culpa es del Estado, la culpa es del otro que cobra algo, la culpa es del inmigrante, la culpa es de la ‘casta’. Es exactamente el libreto global que ya vimos con Trump y Bolsonaro: convertir al humillado en militante del verdugo, bajo la promesa de que odiar a un más débil te devuelve autoestima. Eso es falso respeto. Eso es dopaje emocional. Y funciona.

Entonces, ¿qué debería hacer el peronismo si quiere volver a ser peronismo y no museo?

Volver a pararse ahí. Donde duele. Donde está la humillación cotidiana del laburante pobre que vive como fracaso personal lo que es un saqueo estructural.

Ese es el terreno donde Kicillof, y esto es dato político, está empezando a plantarse: “No te voy a decir que sos culpable de tu pobreza. Te voy a decir que estás siendo atacado por un modelo económico que te vacía el salario, te quita futuro y te roba respeto”. Esa narrativa es peronista en su ADN más profundo.

Y es totalmente incompatible con un kirchnerismo que, hoy, parece concentrado en administrar la nostalgia de su propia leyenda.

La advertencia que la política no quiere escuchar

Miremos esto con la lente filosófico-política que exige la hora:

El sistema argentino hoy vende una ilusión de libertad: “Sos libre, hacéte cargo, arreglate solo”. Pero esa “libertad” viene con autoexplotación, deuda, insomnio, ansiedad permanente. Viene con burnout como norma, no como excepción. El neoliberalismo le dijo al trabajador argentino: “Si estás destruido es culpa tuya, no del modelo”. Y lo dejó solo. Esa soledad es política. Esa soledad fabrica monstruos.

Al mismo tiempo, la sociedad está hiperconectada tecnológicamente pero vaciada de empatía. Redes llenas de gritos, cero respeto. Democracia degradada a show. Política degradada a casting. Parlamentos convertidos en vidriera de egos, no en fábrica de soluciones.

En ese ecosistema, los que tienen miedo —miedo al descenso social, miedo a caer del último peldaño— quedan servidos para el discurso autoritario que promete orden moral y enemigo claro. Y ese miedo ya llegó a la clase media, como marca Salmoral: “la campaña 2027 ya empezó, el voto espanto ya eligió Milei otra vez”. Es decir: el miedo ya no es de los de abajo solamente; subió. Y cuando el miedo sube, el autoritarismo se normaliza.

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La democracia necesita algo más que urnas: necesita respeto mutuo y proyecto común. Hoy no hay proyecto común. Cristina ya no lo ofrece. Sólo ofrece relato retrospectivo. Kicillof, nos guste o no nos guste, aparece como el primero que intenta volver a hablar de un “nosotros concreto”: el trabajador, la docencia, el pibe al que lo expulsaron del mercado formal, el que come en el club de barrio porque en su casa ya no alcanza.

Eso es lo único que puede frenar a la máquina del resentimiento de derecha. No un apellido. No un bronce.

El conflicto que viene es inevitable

Cristina nunca aceptó un peronismo que no la tuviera como eje. Y, menos todavía, aceptaría un peronismo donde ella quede al costado y el liderazgo político-moral lo asuma un gobernador joven, con proyección presidencial, que no es de su sangre.

Para Cristina, es inaceptable que alguien propio pero no propio de ella —alguien que salió de su ecosistema pero que ya no le responde verticalmente— se convierta en referencia nacional. Eso es más insoportable que perder una elección. Porque eso desarma el mito.

Pero para el peronismo, lo insoportable ya no es el ego de Cristina. Lo insoportable es seguir perdiendo territorio social mientras el electorado popular se va con Milei por bronca, por humillación, por necesidad de reconocimiento.

Acá está la bisagra: o el peronismo elige futuro, o el peronismo elige ego. No hay tercera vía.

Kicillof, guste o no, es hoy el vector posible del primer camino.

La hora es delicada. La derrota no sólo fue electoral. Fue cultural. El peronismo dejó de ser el refugio emocional de los humillados, y ese refugio lo está ocupando una derecha que les vende como dignidad lo que en realidad es odio dirigido hacia el más débil.

Cristina, atrapada en su propio espejo, no está pudiendo leer que su insistencia en seguir siendo el centro, incluso por encima de su propio hijo, bloquea la única salida competitiva que hoy aparece: un peronismo que recupere dignidad para los de abajo, reconstruya comunidad, ponga límites éticos al saqueo neoliberal y vuelva a hablarle al trabajador agotado como sujeto político y no como descarte.

Ese peronismo existe todavía. Está respirando. Y tiene nombre y apellido: Axel Kicillof.

Si el movimiento entiende eso, vuelve a ser herramienta histórica.
Si no lo entiende, termina siendo mausoleo.

¿Desde que asumió Javier Milei, ¿tu situación económica personal?

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