China crece. Europa se estanca. Estados Unidos se polariza. Y en Argentina, un asesor presidencial encuesta la tolerancia popular a los regímenes autocráticos. No es una novela distópica: es la foto del presente global. Mientras el mundo multipolar se rearma en torno a modelos pragmáticos de control estatal y eficiencia productiva, las democracias occidentales y latinoamericanas empiezan a mostrar fatiga estructural. Y Argentina —como suele ocurrir— lo vive en carne viva y lo dramatiza más rápido que nadie.
China, el modelo que no gusta, pero funciona
El dato es demoledor: China crecerá más del 5% en 2024, según proyecciones del FMI y del propio gobierno de Xi Jinping. Lo hace en plena guerra comercial, en medio de sanciones tecnológicas y con Occidente intentando aislarla. Pero su fórmula —planificación a largo plazo, control del capital, disciplina estatal— supera en resultados a muchas democracias de mercado libres que hoy no logran crecer ni contener sus propias crisis internas.
El caso chino ya no puede ser ignorado ni despreciado. ¿Por qué? Porque no solo construye infraestructura a un ritmo imparable, sino que produce resultados sociales concretos: educación, tecnología, movilidad social, soberanía energética. Y lo hace sin elecciones multipartidarias, sin libertad de prensa como la conocemos, y con un férreo control del Partido Comunista.
El éxito asiático deja expuesta una pregunta:
¿Y si la democracia liberal no es la única vía hacia el desarrollo?
Santiago Caputo lo sabe: por eso pregunta
En este escenario, Santiago Caputo —el estratega en la sombra del presidente Javier Milei— mandó a medir en encuestas una variable tabú: cuánta tolerancia tienen los argentinos a los gobiernos autoritarios si traen orden, seguridad y crecimiento. La consulta no es inocente. Ni aislada. Ocurre mientras la democracia argentina está siendo vaciada de contenido real: el Congreso paralizado, los gobernadores desfinanciados, la Justicia presionada y los medios asfixiados.
El perfil de Patricia Bullrich como ministra de Seguridad —reacia al disenso, adicta al orden de choque, celebrada por los sectores duros— es la pieza clave de ese experimento. No es la “mano firme”: es la médula ideológica del gobierno, la encargada de construir un orden sin instituciones, un orden sin diálogo, un orden sin concesiones.
Y no es casualidad que Jujuy, alineada con Nación, haya designado a un militar como ministro de Seguridad. Se trata de un gesto simbólico, pero también operativo: la provincia se prepara para gobernar el ajuste con disciplina castrense. Las fuerzas policiales y militares se convierten en garantes del nuevo orden libertario que no tolera cortes de ruta, ni huelgas, ni “obstáculos” al mercado.
Democracia formal, autoritarismo funcional
La Argentina de Milei avanza hacia un modelo híbrido: formalmente democrático, pero funcionalmente autoritario. Se vota, sí. Pero se gobierna por decreto. Se debate, pero se criminaliza la protesta. Se respeta la división de poderes, pero se insulta a jueces, legisladores y gobernadores.
El laboratorio Caputo no quiere derrocar la democracia: quiere adaptarla a una era donde la velocidad del ajuste no puede esperar la lentitud de las instituciones.
Este esquema tiene correlato internacional. Lo vemos en Bukele en El Salvador, en Modi en India, en Erdogan en Turquía, en Putin en Rusia. Líderes fuertes, control del relato, estabilidad por encima de libertad. ¿Es eso lo que viene para Argentina?
Conclusión: ¿y si estamos eligiendo otra cosa?
La idea de que libertad, crecimiento y democracia son indivisibles está siendo refutada por los hechos. China crece sin democracia. Las democracias occidentales no crecen. Y en Argentina, el gobierno mide cuánto autoritarismo puede tolerar la población a cambio de seguridad, dólares o silencio.
¿Estamos ante el fin del consenso democrático como única vía de legitimidad?
¿Y si el próximo contrato social no se escribe con votos, sino con resultados?